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lunes, 23 de enero de 2012

HASTA EL CACHO

HASTA EL CACHO CUENTOS LEYENDAS MITOS EL SALVADOR


Los nubarrones ensuciaban las tres de la tarde, como dedazos de lápiz. A lo lejos, en las aradas que iban bajando de los cerros pelones, se miraban las tierras como pintadas con yeso. En aquel paisaje, dibujado sobre pizarra de escuela, la montaña era como una resquebradura. Venía lloviendo por todos lados. El viento balanceaba su regadera sobre aquellos plantíos de tristeza. El polvo, despertado bruscamente, se desperezaba y se echaba a volar, como un fantasma. En la lejana azulidad de la costa, la tormenta iba empujando sus cortinas.


Pedrón y su hijo, dejando el arado y la yunta a merced de la lluvia, alcanzaron a llegar bajo un amate. Las primeras gotas palmeaban la tierra, precipitadamente y a tientas, como un ciego que ha perdido algo en el suelo. El terrón desflorado sonaba como un cuero, y olía como flor de tierra. Las hojas se enmantecaron de yá, agobiadas con el raudal cristalino. Los truenos pasaban, rodando como piedrencas en la barranca de la quebrada. De cuando en cuando el rayo encendía, de un fosforazo, su puro escandaloso.

—¡Qué aguacero, hijó!...
—¡Mire... tata, cómo sihacen los cocos... allá!...

Pedrón se pegó más al tronco del amate, con su brazo amplio protegía al cipote; una que otra gota, llena de colores, venía meciéndose de hoja en hoja, hasta caer en el aro viejo del sombrero. Las ramas, bajeras y anchas, dibujábanse en seco, sobre el terreno. Había en aquel refugio una suavidad hogareña.

—Cuando vos naciste taba lloviendo tieso...
—¿Eeee?...
—Meramente como hoy... Tu nana tenía friyo; jue como a las diez de la noche.
—¡Pobrecita mi nana!...
—Sí pué, pobrecita...

Había ido decayendo la lluvia; aflojando, languideciendo, agonizando. Una brisa de tarde dorada sacudía el agua de los matorrales. A lo lejos, los eucaliptos negros y secos se adentraban en el cielo gris, como rayos negativos. Como espuma lambía la neblina las lomas olvidadas. Rojos de barro, iban los regueritos buscando su salida por los surcos. Los bueyes, pintados allí por la frescura, rumiaban recordando... Al haz de la piedra de la tormenta, nacía el crepúsculo, como una florcita. Un sol mieludo untaba los cerros, que se agachaban desnudos y en grupo.

—Amonós, vos; ya se calmó.
—Mempapé el lomo...
—Ojalá no te vaya a repetir el paludís.
—Primero Dios...

Cruzaron el campo raso, hundiendo en el barro pegajoso los pies oscuros. En aquel golfo de tierra negra, eran como dos agüegüechos heridos.

                                   ***

El shashaco Tadeyo llegó apriesa onde Pedrón
—Pedrón —le dijo—: Don Juan José tiene mercé de verte: sestá muriendo y te quiere hablar.
—¡Eeee?...
—Andá, hombre, el deseyo de los murientes hay que cumplirlo. Ya casi no pispileya, y sólo a vos te aguarda.
—¡Achís!... ¿Y qué me querrá el maishtro?
—¡Antojos!...
—¿No mestás tirando, hombré?...
—¡Agüén!... ¡Por estas!...

Fueron apriesa por el caminito. La noche era oscura y los pies iban al tanteyo por el pedregal. En una vuelta, apareció la puerta en luz de la casa de don Juan José, el maestro albañil. Entraron, agachándose.
Desde allí se alvertía el ronquido del moribundo. Los familiares rodeaban la cama. Pedrón se acercó, con el sombrero en la mano. Se paró agarrado de la cabecera. Miró, tímido, los ojos pelados del enfermo.

—Si le puedo ser de servicio...
—Que me dejen solo con Pedro... —pidió, con temblorosa voz, el viejo—. Arrimáte, hermano;
óime tantito, antes de dirme...

Salieron todos. Pedrón se sentó, jalando un taburete. El viejo empezó a llorar sobre su estertor.

—Perdonáme, hermano!...
—¡Agüén!... ¿Y yo de qué? No siazareye, que liace daño.
—Tengo un pecado feyo, que no quiero dirme sin confesar...
—Si quiere, le llamo al padre.
—No. Es con vos, Pedro; porque a vos te se jue hecha la ofensa.
—¿A yo?...
—La Chica se metió conmigo. Nos véyamos descondidas tuyas. El Crispín es mijo...

Fue tan rudo el golpe asestado en el pecho de Pedrón, que éste no se movió; abrió un poco la boca. Sentía que una espada diaire le había pasado de óido a óido, al tiempo que un tenamaste le caiba en el estómago. Se puso cherche, cherche. El enfermo clavó sus lágrimas en aquel rumbo, y pidió perdón. No obtuvo respuesta; sólo un silencio puntudo, que le dio un frío violento. El pecado, rodando de la garganta al pecho, atravesó sus dos puntas, haciendo sentarse de golpe al maishtro. Dio un gruñido; buscó a tientas el borde de la vida, y cayó en brazos de sus familiares que llegaron corriendo.

Pedrón aún estaba mudo, apoyado en la vista como en un bordón. De la gran escurana llegaban a su corazón aquellas palabras de alambre espigado: "El Crispín es mijo"... Sobre la cama descansaba ya muerto el morigundo. Le habían cerrado los ojos con los dedos, y la boca con un pañuelo azul. Alrededor de la cama empezaron las mujeres a verter rezos y lágrimas. Con ojos como botones, los hombres le miraban la boca traslapada. Naide supo exactamente lo que allí pasó: un gritar destemplado, un empujar, un "¡Jesús, Jesús!", un crujir de cama, un puñal de cruz ensartado hasta el cacho en el corazón del muerto. El muerto bía sido asesinado. Dijeron que Pedrón se había trasjuiciado. El Comisionado no lo arrestó: en primer lugar, porque el muerto yastaba dijunto cuando el asesinato; y en segundo, porque el autor del sacrilegio taba loco.

Para no desangrar el cadábere del finado, no le quisieron sacar el cuchillo; se fue al sepulcro como tapón de odio: ensamblado hasta el cacho, como crucita de maldición. Tierra prieta le cubrió amorosa; sobre el suelo se enterró la cruz grandota, la cruz de bendición, con su "Descanse en Paz".

                                         ***
El Crispín, el hijo del muerto y de la muerta, andaba echado de la casa hacía tres días. Su propio llorar lo había llevado al borde de la quebrada: allí silencioso, allí sombrío; allí, donde lloraba el suelo Sentado en el hojerío, debajo de los charrales, se quería morir diambre. Sentía que se ahogaba, en un dolor amoroso que le llegaba a la coronilla. Su amado papa lo bía sacado diarrastradas, aquella tarde maldita; lo bía ido empujando para juera: "¡Váyase, desgraciado, váyase; usté nues mijo, váyase; nogiielva, babosada, no seya que se me vaya la mano!".

Por dos veces, su papa le bía encumbrado el corbo. Allí se estuvo llorando, sin comer, sin dormir...  Tenía hinchados los ojos, la boca pasmada, la mente vacía.

Aquella atardecida, cuando ya las sombras estaban maduras y se desprendían; cuando los toros pasaban empujando un alarido, y las estrellas se despenicaban como florecillas sobre el patio del cielo, Pedrón surgió de la breña y cayó sobre su hijo, como un jaguar hambriento de amor. Le corría el llanto por la cara y por la camisa. Se hundió al hijo en el pecho, sofocando sus sollozos.

—¡Mijo, mi lindo!... Perdonáme, cosita; taba como loco!...

Le sobaba la crencha lacia, ebrio de compasión.
—¡No cuede ser, Crispito e mialma; no cuede ser, no cuedo vivir sin vos!... ¡Estos diyas negros mián quitado la vida! He sentido que tenía trabado al corazón, el puñal que le dejé al dijunto; yo mesmo me bía hecho el maldiojo. Al fin juimos con Tadeyo, y se lo quitamos; hora te siento mijo otra güelta...

Despegándose del pecho de Pedrón, con un dolor que retorcía su cara como un trapo, para estrujar as últimas gotas, el niño le miró fijo y, tras un esfuerzo inmenso, logró gotear:
—¡Pa...pa!..

CUENTOS DE BARRO  ---SALARUÉ---





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