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miércoles, 29 de febrero de 2012

LA RESPUESTA




No llovía. En el cantón, desde las dos de la tarde, se oyó el saltito de duende del tambor, llamando a los de la rogación: "tom, tom, tom; tototom, tom, tom; tototom, tom, tom...".
El calor estaba estacado en el llano, como un cuero de res. "Tom, tom, tom, tototom, tom, tom...".
Todo se doraba; todo se caía; todo se tostaba. En un remiendo de talpetate, la culebra dormía enroscada y era como el yagual del pesado cántaro de la sed. Ligeros cirros medían el cielo. Las leguas huían hacia las montañas del contorno, lejanas y azules, sentadas y pensativas como dioses.
El viento yacía muerto en el polvo. Arrodillados de sed, los jiotes de bronce y los jocotes, elevaban sus nervudos brazos implorantes. Las piedras sacaban sus cabezas del suelo, para respirar. Rápidos pasaban los rieles del tren, huyendo de aquel infierno; abrían los llanos en línea recta, apartando los pajonales calcinados, en busca de los azules frescos de lontananza. El sol abría un gran boquete en el azul, por donde caía a torrentes la gloria de Dios.

                                                ***

A las tres salió la rogación, por el camino de "El Pedregal". Era una chusma de colores, que cantaba salmos tristes y llorones. Delante, en unas andas, San Isidro, envuelto en manto de antiguos verdes, iba mirando con sus ojos dulces, resignados, cuán chico parecía al lado de sus devotos. Era un inanito de palo, de a vara, con flores de trapo en la mano, un clavo en la coronilla y la nariz manchada de kakemosca.
 "Tom, tom, tom, tototom, tom, tom...".
Despertados los pájaros, cruzaban los claros del cielo. Los chuchos tísicos salían de los ranchos, a regañar a los rogantes.
Iba la rogación por la calle rial. Cruzó la palanquera del conacaste y siguió a la orilla del cerco, rondando el potrero enorme. Todos llevaban los ojos y las narices fijas en el cielo, como si husmearan la lluvia de bendición.
Fueron alejándose, por los sembrados; cruzaron la quebrada seca y continuaron por el piñal. A lo lejos, la rogación se deslizaba como una cromática cola de barrilete, que se hubiera hecho culebra.
"Tom, tom, tom; tototom, tom, tom...".

                                              ***
Allá por las cuatro y media, el día traquió y se paró en seco. Como si le hubieran aplicado un fósforo, el cielo tilinte se quemó. La llama se corrió hasta el suelo y allí brotó la jumazón. Fue una nube prieta y veloz, que invadió el mundo como una noche extraviada. Venía huyendo, llena de terror, bramando ytrompezándose en los cerros. Pasó, con un remolino de viento que enloquecía las palazones, amarradas sin remedio a la tierra, sin esperanza de huida. Los techos de las casas, asustados, abrieron sus alas y se volaron. El polvo, sediento, subió a beber agua por el camino de caracol. Con paletas invisibles, batían la sopa de hojas en la olla del mundo. La tormenta, borracha, primero lloró; después babeó y, por último, vomitó su negrura. Eran torrentes incontenibles que brotaban de todas partes, arrasándolo todo. Las ramas se quebraban y huían de sus madres, y las madres se retorcían gimiendo y alargando los brazos impotentes.
Fue un verdadero desastre. Cuando amaneció, en calma los cielos verdes, dos viejos indios, desgreñados y transidos, estaban sobre un árbol caído y miraban con resignación las barbaries del cielo.

—Señor Goyo: siel santo llega a ser del alto diusté, nostaríamos contando el cuento.
—¡Pa que veya; demasiado milagrero el hijuepuerca!...

CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ--- 


martes, 21 de febrero de 2012

EL VIENTO




La palazón se bañaba, alegre y desnuda, en el viento. El sol era moreno, en la mañana azul. La basura iba y venía, arrastrada por la mecida del aire. Hojas que rodaban como caracoles, polvo como espuma sucia en aquella marea.
Los charcos, en medio del camino barrioso y barrido, se secaban dejando prieta la tierra, y blandita como para meter el pie. Un ruidal de ramadas llenaba la costa entera, dende aquí quera verdeante hasta allá lejos lejos quera azul.
También las yeguas sintieron dentrar el viento en su alegrón y se echaron a correr por el llano. A la par de las yeguas de viento, iban las yeguas de sangre, atropellándose unas con otras, soplando las narices valientes, la crin al cielo y el casco al suelo: ¡patacán, patacán, patacán! Dejaban jumazón en la fueya, como si quemaran su libertá. Paraban su desboco, cuando ya no sentían el suelo, por miedo al vuelo desconocido. El heroísmo es un exceso de vida que puede a veces producir la muerte.

A ratos, el norte ponía mujeres de polvo, bailando vertiginosas por las veredas; bailando en puntas y cogiendo al paso mantos de nube, para enrollarse girámdulas.
Venía el chuchito perdido, arrastrando una larga pita por el camino. Era negro, lagartijo, encogido y despavorido. Echaba las orejas hacia atrás, la cola entre las patas; un vivo amarillo de espanto le rodeaba los ojos polvosos. En aquella anchísima soledad, ensordecida por el viento, era como un dolor extraviado. La fuerza del oleaje le hacía tambalearse. Se paraba y ponía vanos empeños por amarrar el cabo del olfato. Volvía tímido la cabeza, para mirar cuán solo estaba. Entonces su grito lastimero hacía un rasguño en el viento. Volvía atrás con igual premura, mirando al andar hacia el cielo, como si nadara. La pita suelta lo seguía dócil, marcando un surco en el polvo por un instante. Era como un amor náufrago. Buscaba al amo, perdido en el ventarrón. A lo lejos, como un punto negro en la explanada, iba nadando hacia lo incierto. Aquella cosa tan mísera, bajo el furor del cielo, era un dolor grandioso.

                                             ***

Entre madejas de polvo y cáscaras doradas, apoyado al tanteyo en el palo y al tanteyo la mano en el cielo, el viejo ciego topó a una alambrada y llamó ya sin esperanza:

—¡Mirto, Mirto!..

CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ--

viernes, 17 de febrero de 2012

SERRIN DE CEDRO



Aquella julunera de montaña, como la montaña denantes: tupida, oscura, llena de lianas y casi sin monte, parecía un gran caserón con pilares: la iglesia de la sombra. La montaña era como cosa de en los sueños: una gran callazón, y ruidos que caiban por ratos; como el chillido de los micos, la risa de los characuacos, el traquido de alguna rama mal aceitada, o la jerigonza de las loras. Se vivía como en unbajodiagua, donde sobrenadaran pájaros. En aquel silencio que oprimía el corazón, casi se nadaba. De cuando en cuando se oiba el ¡pum!... de alguna fruta, que sonaba como almágana en la tierra prieta y húmeda del suelo. El sol, doradito, se despenicaba por todos lados, como jlor de guachipilín. Los chejes llamaban a puertas y ventanas de casitas que nadie abría nunca: "tak, tak,"...
En un descampado estaba la casa de Macario, el aserrador. Era una mediagua de teja, sin paredes, solita y aflegida en el corazón del Chunqueque.
En aquel tuco de cielo el sol metía un hombro. El platanar se apoyaba desnudo al haz del tejado; sus carnes eran carnes tiernas de niño, comparadas con las roñosas y aceradas musculaturas de los voladores, los cedros, los conacastes y los zorras que lo rodeaban.
Detrás de la casa de Macario estaba el foso del aserradero, colorado de serrín seco y oloroso. Sobre dos gruesas vigas colocaban las trozas dijuntas para tabliarlas con la sierra roncadora: "¡Jrum... Jrum...Jrum...!". En cada aliento se llevaba una cuarta. Como polvo de ladrillo el serrín volaba, manchando de rojo la tierra oscura. Macario y el compa Cirilo sudaban tieso. Desnudos hasta el umbligo, se abrían y se  cerraban, bregando por rajar de largo los enormes troncos. Macario, que estaba en el hoyo siempre, por más joven y más fuerte, aguantaba la calor del juraco y la polvazón de la madera. Con carreta llevaban a Lempa la tabla en verano, cuando el fangal mermaba tantito; y todo el ivierno lo pasaban encerrados en la montaña, cortando a ronquidos la troza enorme del silencio.

                                               ***

Pero, un día, Macario no regresó del Lempa. Vendió su carga y sejue dejando en la montaña a laTina y al cipote, al compa y a su hermana. Se jue con la Cholita, una brusquita de trece años. Llevaba pisto en puerca y la llevó al Salvador, onde decían quera alegre con ganas y galán de vivir.
Allí se lió a puñaladas con un chofer; y fue a parar a la península, con tres años encima.

                                                ***

En el tranquil de la celda, en el friyo de la madrugada, soñaba a veces con su casa en la montaña; oibaclarito el "¡Jrum... Jrum... Jrum...!" de la sierra; el grito de las loras; el crujido de las ramas y el "tak tak," de los chejes llamando a la puerta de una casita, cerradita y llena de amor como su corazón arrepentido. Sentía mesmamente el olor del aserrín de cedro: un olor que le hacía llorar por la Tina y el cipote.
Cuando despertaba y se veiya en la escurana de la cárcel, continuaba llorando y se arrodillaba para pedir al Señor su libertad. Dos años le faltaban, ¡dos años!... Cada vez que pasaba por la carpintería del plantel, se robaba una puñada de serrín de cedro: y por la noche se estaba en su celda oliendo, oliendo...

Se jue apagando corno candil reseco. La melarchía lo postró muy pronto. Se quejaba, se quejaba y no podía dormir. El enfermero le puso morgina; y él soñó clarito, clarito, que llegaba a su casa y que Cirilo y su mujer cortaban con la sierra un tronco prieto, quera él mismo. No le dolía, sólo lihacía cosquillas. De su cuerpo caiba un aserrín colorado, colorado, más que el del cedro; y vio que la Tina pepenaba una puñada y lo olía y decía: "Jiede... núes palo duro, no aguanta, jiede... Güeliera, si juera de palo valiente. Tiene shashaco el corazón!"...
Y Macario amaneció dijunto.

CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ---

jueves, 16 de febrero de 2012

LA BRASA



En la cumbre más cumbre del volcán, allá donde la tierra deja de subir buscando a Dios; allá donde las nubes se detienen a descansar, Pablo Melara había parado su rancho de carbonero. Medio rancho, medio cueva, en una falla del acantilado aquel nido humano se agazapaba. De la puerta para afuera, empezaban las laderas a descolgarse, terribles, precipitadas; en deslizones bruscos; abismándose, rodando, agarrándose aflegidas. Los pinos, enormes, eran nubes obscuras entre las nubes; humazos negros entre la niebla. Mecían al viento, lentamente, sus enormes cabezas, como si oyeran una música dulce, salida de lo gris y de lo frío. Las ramas chiflaban tristemente, llevando en ritmos nasales una melodía de inmensidad. Era la cumbre una isla en el cielo; y el cielo, un mar de viento. En las noches tranquilas, como por alta mar, pasaba silenciosa la barca de la luna nueva. A veces el horizonte fosforecía.

El carbonero iba apilando los leños, en pantes enormes. De cruz en cruz, formaba una torre; como un faro que, en las noches largas, llenas de ausencia, ardía, ardía rojo y palpitante, señalando el rumbo a los barcos de silencio con sus grandes velámenes de sombra.

Solo y negro en la altura, el carbonero iba viviendo como en un sueño. Tenía un perro mudo y una gran tristeza. Acurrucado y friolento, encendido siempre el puro y el corazón, se estaba allí mirando el abismo, sin remedio.

Como a los pantes de leña oscura, la brasa del corazón le iba devorando las entrañas; y aquel resplandor de misterio se le iba subiendo a la concencia.

Una noche, aflegido, lió sus trapos y se marchó pá nunca...

—¡Puerca, mano, méi juido dialtiro e la cumbre! Miatracaba un pensar y un pensar...

CUENTOS DE BARRO ---SALARRUE---

miércoles, 15 de febrero de 2012

BRUMA





 Pringaba siempre, como toda la noche, como todo ayer... El día había nacido de la escurana como un humito azulón. Era tiempo de ñebla y la laguna estaba dormida, borrosa, y de ella se desprendía con el silencio un aroma triste. El agua gris, perdida en el cielo gris, era casi invisible. Dulcemente batía la orilla como si la besara. En aquella orilla oscura parecía finar el mundo suspendido sobre un precepiciode tristeza.

El cayuco se desprendió de la palizada con pechazos suaves de pescado colasero. Como el alma diunpalo viejo que se desprende del mundo, así el cayuco se fue alejando, volátil, en aquel cielo de neblina. Hundía y alzaba el ala delgadita de la pértiga, coliando timonero con la pluma del remo. Un pescador cantaba. Su voz volaba entre la ñebla dorisca, como un murciégalo atontado salido diunoscuro querer. Murientes ecos sobreaguaban en la distancia. En aquella luz que se disolvía en la bruma, extrañas formas parecían despertar al conjuro del canto. Caderas de plata venían danzando sobre el agua muda; azules cabelleras flotaban en la brisa y había allí, en la margen, vagos ruidos de bocas que se abren a flor de agua, de suspiros, de besos, de gárgaras, como si todas estas brujerías se hubieran despertado para embriagarse en la mañana sutil.

Dejando suelta al dulce ondeyo del remolque la trenza de su canto, el negro Calistro calló chachando su mutismo al de su chero, como pa hacer un tecomate de tristura. Iban ligeros; más que sobre el cayuco, parecían bogar sobre el silencio. Una quiotra espumita iba reventona y efervescente en la punta del remo, dejando oír su leve gorgorito.

Seguía pringando cernido. Jueron dejando de remar, dejando, dejando, hasta que se quedaron casi quietos sobre el respiro del agua dormida. El sol, en medio de la ñebla, era como el corazón amariyo de una jlor algodonosa. Echaron los anzuelos. En aquella vagancia de las cosas no se sabía si picaría un pez o si picaría un pájaro.

                                            ***

Al mediodía se puso más tupido y más jrío. Llevaban tres horas pescando y no habían ajustado el tanto de rigor. Oyeron un cantar bajito, allí cerquita, y pensaron afligidos en el Duende. De pronto, una sombra vaga surgió del fondo de aquella claridad golpiada y se precipitó violenta sobre el cayuco. El golpe se oyó sordo como mazazo en piladera, y tras el golpe el chukuz, chukuz, chukuz de tres cuerpos al caer al agua. Manoteyos, voces y maldiciones, en trágico remolino, rondaron las cáscaras de los cayucos embruecados.


—¡Nade juerte, chero, hay que salir!...
—Voy nadando, oyó. ¿Quién babosos será ése que vino a jodernos?

Una voz cercana se dejó oír tranquila y orientera:

—Van nadando al contra, hijos. Laguna adentro siogan; síganme a yo.

Aquella segunda les dio confianza; y a nado e chucho buscaron el braciado del desconocido, que los guió, los guió, los guió hasta que asentaron jadeantes en el lodito mechudo de la orilla. Al tanteyobuscaron el monte y se tendieron a descansar. El negro Calistro estaba casi acalambrado por el yelodel agua. Quería preguntar al desconocido quién era, y darle las gracias; pero el juelgo se leatorzonaba en la garganta como un tapón y no podía hablar. 
Dejó al fin de pringar. Un vientecito brincador empezó a barrer el cielo. El sol logró meter un rayo dioroen la laguna, como carrizo en jícara, y empezó a beberse la cebada espumosa de aquella neblina. Alas tres se vido clarito las dos rodillas prietas del volcán acurrucado allá en Oriente. Como enormes esponjas oscuras, fueron apareciendo las ramazones de los palos asomados a la playa. En el patio del rancho cercano, la tarraya colgada de una pértiga parecía la telaraña del callar, para coger moscas de ruido.

El negro Calistro y su compañero miraron curiosos al endeviduo neshnito, que no lejos de ellos mostraba su espalda negra y angulosa de taburete viejo. Les bía sacado seguros, reuto y al mero punto de su propio rancho. Cuando el indio volvió su cara barboncita, cholea y sonriente, una exclamación de asombro brotó al unísono de sus labios:

—¡Ño Vicente, el ciego!...
—El mesmo, hijos. A nosotros los chocos nos encamina el estinto, un estinto más seguro que la bruja de los ductores, quiapunta siempre al Norte, según el decir...

 CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ--- 



lunes, 13 de febrero de 2012

EL MISTIRICUCO


EL MISTIRICUCU

El antiguo tronco de la ceiba madre de la hacienda, se hundía, como inmensa pata de gallina, en el estercolero del corral. Era verano. La ramazón escueta se abría en el azul del cielo, como una extraña flor de hierro. De las vainas reventadas, volaba el algodón: vellón de nube, gracia de la brisa costeña... Cada arruga del tronco era como un nervio de montaña. En los nudos hechos por los siglos, había cabezas de monstruos terroríficos: pensativas gárgolas, no extrañas en aquella catedral de pájaros, románica en el tronco y bizantina en la copa. En el ábside roñoso tenía una ventana oscura, ojival, a la cual ponía vitral de verdes y brillantes hojas, una parásita prendida guindo abajo.
Luciano Pereira quería trepar, a ver qué había allí dentro. Moncho, el corralero, con el balde a media leche y el rejo en el hombro, trataba de disuadirlo:

—Te va joder una culebra, gran baboso...

Luciano subía ya, por la doble cuerda de una persoga que había logrado trabar en un gancho.

—Ai state; no te vayás, O; guá encender un jójoro y te guá decir qué veyo.

Sin soltar el balde, entreabierta la boca y arrugada la frente por el claror del Amanecer, Moncho lo miraba trepar sin gran esfuerzo y sonreiba al carcular la travesura.
Llegó Luciano al juraco; en una mecida alcanzó el borde, donde agarró con su pie de barro valiente; y en un momento estaba acondicionado, ispiando pabajo, curioso y cabeceante como un oso colmenero.

—¿Qué mira, cheró?

Luciano se dignó sacar la cabeza y mirar al corral.

—No veyo tantito, hombre, por la escurana; pero se oye un cuchareyo como rascádue cusuco.
—Veya no lo joda una culebra, por baboso...
Luciano Pereira encendió un jójoro, y miró tieso. Luego que se hubo apagado la llama, se volvió hacia Moncho y le dijo, feliz:

—Es un mistiricuco.

Desapareció en la cueva; y a poco volvió a mostrarse, trayendo en la camisa un envoltorio misterioso. Se montó en la ojiva y, tirando de un extremo de la cuerda, ató el envoltorio y lo fue bajando con cautela. Moncho había soltado el balde a media leche y esperaba, con los brazos en alto.

—No lo dejés dir, baboso.
—No, O...

Desenvuelto con precaución, después de atada una pata, el mistiricuco quedó parado en una piedra del corral. No intentaba volarse, porque nada veían, en la lumbre del día, sus ojos de bamba piruja, abiertos y fijos como ojos de venado: désos que cayen del bejuco y se quedan mirando el cielo, desde el potrero, con un terror sin pispileyo. De vez en cuando un ligero tastaseyo le venía en los cachetes y hablaba palabras sin sonido, girando la cabeza sobre los hombros, como un títere de cordel.


—Pobrecito, oyó... Devolverlo al hoyo.
—Devolverlo vos, si tanta gana tenes; yo no me incaramo otra vuelta.
—¿Y qué vas hacer con él?...
—Ái que se quede.
—Trayen la suerte, hombre; llevátelo.
—Lo guá descabezar diún machetazo.

—No seya bárbaro, compañero; adémelo a mí...
—¿Qué vas hacer con él?...
—Eso es cosa miya: adéjemelo.

Cuando Luciano Pereira se hubo alejado, cantando, por el ixcanalar que da al río, Moncho se quedó mirando el mistiricuco, mientras se rascaba la crencha. Tomó una resolución. Tanteó una persoga al gancho, varias veces, hasta que logró trabarla; y después de envolver el ave agorera con su camisa, como había hecho el otro, empezó a subir, llevándola en los dientes.
Por fin pudo llegar al hoyo; desató el lío y dejó el pájaro en el fondo. Cuando iba a descender, oyó el graznido trágico del mistiricuco; y recordó al momento que "cuando el tecolote canta el indio muere".Empezó a bajar con miedo. Se dio cuenta de lo mal que había enganchado la persoga. Cerró los ojos. Cayó... Abrió, por última vez, los párpados mansos, y miró las caras inclinadas sobre él.


—Quedó paradito el pobrecito, en su nido... —dijo sonriendo, y cerró los ojos.
Entuavía alcanzó la voz de ño Macario, que decía:

—Traye la suerte y traye la muerte. Tal vez la suerte es una muerte; tal vez la muerte es una suerte.


CUENTOS DE BARRO --- SALARRUÉ---

lunes, 6 de febrero de 2012

EL PADRE



La iglesia del pueblo era pesada, musgosa y muda como una tumba. Detrás estaba el convento, encerrado entre tapiales, con su gran arboleda sombría; con su corredor de ladrillo colorado; de tejado bajero, sostenido por un pilar, otro pilar, otro pilar...; pilares sin esquinas, embasados en piedra tallada y pintados de un antiguo color.

El patio era de un barro blanco y barrido, propicio a las hojas secas. Las sombras y las luces de las hojas ponían agüita en el suelo; en aquel suelo pelón lleno de paz, por el cual pasaban, gritonas, las gallinas guineas.

Largo era el corredor: la mesa, el kinké, una silla, un sofá, un barril, una destiladera, un viejo camarín, unos postes durmiendo; otra silla, la hamaca, el cuadro bíblico; un cajón; un burro con una montura; un freno colgado de un clavo y al final, ya para salir a las gradas, unos manojos de pasto verde, el picadero y la cutacha. Después empezaba la alfombra del sol hasta la cocina; y allá, contra la tapia, como una casita de juguete, con su chimenea de lata azul, el excusado.

El padre se paseaba en la tarde. Era la hora en que la paz le traía el cielo; el cielo de agradables matices, que llegaba a sentarse en la montaña lejana, pensativo como un hombre; pensativo hasta quedarse dormido, soñando en las estrellas, cada vez más profundamente.
El sacristán tocaba el ángelus para que todo se callara. Y todo se callaba.

La Coronada llegaba entonces penosamente, con su riuma y sus platos, a ponerle la mesa. Se sentaba el padre, siempre mirando el cielo, con su cara igual de triste. Con un pespuntar de máquina de coser, sus labios hilvanaban una larga oración de gratitud. Humillaba los párpados y se persignaba. Luego, cogía calmosamente la cuchara y empezaba a probar la sopa. Estaba caliente. La Coro encendía el kinké. Las gallinas empezaban a volar de rama en rama, con torpes aleteos. A lo lejos se oía pasar el tren por el puente de hierro, como una amenaza de tormenta.

                                     ***

La Chana era una cipota chulísima. Había crecido de diadentro, al servicio del cura. Hacía mandados, lavaba los trastos, les daba de comer a las gallinas y se comía lazúcar. Cuando el padre estaba bravo, como no tenía en quien descargar, regañaba a la Chana. La Chana no se quedaba chiquita y le contestaba cuatro carambadas.

—¡Agüén, usté! ¡Asaber qué lián confesado las biatas y descarga en yo!...

El padre, en vez de enojarse, la estrechaba contra su pecho y le daba un beso en la frente. Se estaba viendo en ella, como decía la Coro. En un dos por tres se había hecho mujer. De la mañana a la tarde echó rollo, se cantonió y le brillaron los ojos. Ya se trababa una flor en el delantal, con un gancho, muy alto, muy alto, para podérsela oler poniendo cara interesante. Seguido se cachaba logas; por el tacón muy encumbrado, por unos papeles colorados para untarse los labios, por andar suspirando muy duro. El cura la miraba de lejos. La miraba pasar, disimuladamente, y alejarse. Se cogía el mentón azul y su cara de cuarentero se ponía grave. Temblaba por ella. Hubiera querido podarla un poco. Se paseaba, se paseaba por el largo corredor, campaneando la lustrosa sotana vieja, como si en ella se hamaqueara su inquietud. Apretaba, sin querer, el crucifijo de plata que llevaba siempre colgado del cuello. Si hubiera sido de cera, lo habría convertido pronto en una hostia. Allá a lo lejos, la risa de la Chana sonaba como una campanilla mundana. Cuando pasaba a su lado, apagaba los olores del incienso con un fuerte aroma de jabón diolor. Por el corredor silencioso, sus tacones pasaban, clavando la tranquilidad.

                                                                                         ***

La niña Queta y la niña Menches, la una fea de tan vieja, y la otra vieja de tan fea, entraron apuradas en busca del padre para un asunto urgente. La puerta estaba entreabierta y empujaron. Y fue como si hubieran empujado su alma en un abismo. El padre estaba todo él sentado en un sillón y la Chana estaba toda ella sentada en el padre. Su cachete rosado se posaba dulcemente en el cachete azul del cura, como una madrugada sutil se posa sobre áspera montaña.

—¡Virgen pura!...

El obispo, de pie ante él, se enjabonaba las manos en su duda y en su rango. Pujó.
Dos lágrimas corrían por las mejillas marchitas del padre. Repitió su excusa:

—Un afán, un vago deseo de ser padre. Es como mi hija.

Su voz era oscura.

—Los niños despertaron siempre en mi alma una dulce inquietud...
—¡Hmmmm!...

Apretó el obispo sus labios temibles y lanzó al cura su más irónica mirada. Pero ante él se irguió austero, nobilísimo y puro, el rostro del acusado, encendido en radiante sinceridad; irresistible en su sencillez: tal si el mismo Dios mirara por sus ojos húmedos, abatiendo al instante la austeridad, la insolencia y el rango.

CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ---