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jueves, 25 de octubre de 2012

EN LA LINEA


EN LA LINEA CUENTOS DE BARRO

Todos los días pasaba la ciudad cuatro veces, dos de ida, dos de vuelta. Paraba allí un momento, con su vocerío y su vender y comprar, con su cosa de clases y alcurnias y con sus lenguas exóticas. Cuando se alejaba la estación quedaba otra vez en el grato abandono del campo, solita a la sombra de la montaña, con sus plátanos de hojas dormilonas en la brisa, y sus madrecacaos vestidos de encaje. La paz contaba gotas en el vertidero cercano, entre quequeshques de grandes hojas, envidiadas por el elefante negro del tanque bebedero, que no tenía orejas para sacudirse los mosquitos. Cuando el tren se había perdido en el recodo; cuando sólo se oía ya el rodar sordo de torrentera y apenas, al cruzar un corte lejano, se miraba el bíceps apurado de la locomotora color de clarinero, que iba hundiéndose en el viento con su cola de rojo-quemado, la sombra enfrente de la estación se hacía más ancha y más fresca, volvían a oírse los gallos y el chiflido del viento en los alambres del teléfono. El volcán estaba enfrente, enmontañado y silencioso; las nubes inclinadas miraban indolentes, perezosas y adormiladas los cuadritos de los sembrados y aradas; y en la oquedad de la casita de madera y lámina se oía el aparatito del telégrafo, picando letras, como paloma mensajera de ávido buche.
Había detrás una hortaliza que el viejo Jefe de Estación, lampiño y célibe, regaba balanceando la regadera con la unción de quien fumiga un altar. Un mozo dormía despernancado en la banca de la plataforma; y allá, junto al cerco del potrero, que se perdía en lejanas hondonadas, un caballo blanco dormitaba de pie, esperando la caricia cuotidiana del viejo, quien al pasar con la regadera vacía, le palmeaba la tabla reluciente del cuello.

Había para el Jefe de Estación largas horas de recreo, como para los niños de escuela. Él jugaba entonces a regar; a sembrar nuevas eras; a llenar el filtro; a poner fruta en la jaula de las chiltotas; a cogerla toalla, el guacal de lata y el jabón diolor y meterse en la caseta de lámina sin techo, donde había un barril de hierro rebalsando de frescura; a sentarse en la perezosa de lona mugrienta, para leer con sus anteojos rajados el diario tardío; a contemplar, puesto en jarras y la cabeza echada a la espalda, como pasaban las manchas de pericos bulliciosos, o a dormir en la hamaquita, con sueño alígero de cumplidor de deberes. Era un buen hombre y un hombre feliz.

                                                                           ***
Un día, acababa de nacer la manada de pollos, cuando no había aún llegado el primer tren, mientras se sacaba de la planta del pie una espina de ishcanal que le había atravesado la suela, sonó el timbre del teléfono. Renqueando se acercó al aparato y dio varias vueltas a aquella manivela, que zumbaba siempre como abejorro de alarma que acongoja el corazón. Le hablaban de la estación terminal, y de orden del Gerente pasaría el lunes a otra estación.

Colgó el audífono con la lentitud y parsimonia de quien coloca una corona sobre una tumba. Todo aquel amor del paisaje y del hogar estaba destruido; destruido como por un huracán, como por un terremoto, como por un incendio, sin que pasara nada... Cuando el pito del tren sonó en la distancia, él lo confundió con un sollozo demasiado retenido, que se hace grito en las entrañas. Luego comprendió. Se enjugó los ojos con la manga negra; hizo, a su pesar, unos cuantos pucheros con su boca sin dientes, y se preparó a recibir el convoy, la ciudad errante de los que no comprenden ni aprecian la paz y la soledad.

CUENTOS DE BARRO --SALARRUÉ--

sábado, 20 de octubre de 2012

LA BOTIJA


LA BOTIJA CUENTOS DE BARRO SALARRUE

José Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero; el cuero era un cuero tirado en un rancho; el rancho era un rancho tirado en una ladera.
Petrona Pulunto era la nana de aquella boca:
—¡Hijo: abrí los ojos; ya hasta la color de que los tenés se me olvidó!
José Pashaca pujaba, y a lo mucho encogía la pata.
—¿Qué quiere, mama?
¡Qués nicesario que tioficiés en algo, ya tas indio entero!
—¡Agüén!...
Algo se regeneró el holgazán: de dormir pasó a estar triste, bostezando.
Un día entró Ulogío Isho con un cuenterete. Era un como sapo de piedra, que se había hallado arando. Tenía el sapo un collar de pelotitas y tres hoyos: uno en la boca y dos en los ojos.
—¡Qué feyo este baboso! —llegó diciendo. Se carcajeaba—; ¡meramente el tuerto Cande!... Y lo dejó, para que jugaran los cipotes de la María Elena.
Pero a los dos días llegó el anciano Bashuto, y en viendo el sapo dijo:
—Estas cositas son obra denantes, de los agüelos de nosotros. En las aradas se incuentran catizumbadas. También se hallan botijas llenas dioro.
José Pashaca se dignó arrugar el pellejo que tenía entre los ojos, allí donde los demás llevan la frente.
—¿Cómo es eso, ño Bashuto?
Bashuto se desprendió del puro, y tiró por un lado una escupida grande como un caite, y así sonora.
—Cuestiones de la suerte, hombre. Vos vas arando y ¡plosh!, derrepente pegás en la huaca, y yastuvo; tihacés de plata.
—¡Achís!, ¿en veras, ño Bashuto?
—¡Comolóis!
Bashuto se prendió al puro con toda la fuerza de sus arrugas, y se fue en humo. Enseguiditas contó mil hallazgos de botijas, todos los cuales "él bía prisenciado con estos ojos". Cuando se fue, se fue sindarse cuenta de que, de lo dicho, dejaba las cáscaras.
Como en esos días se murió la Petrona Pulunto, José levantó la boca y la llevó caminando por la vecindad, sin resultados nutritivos. Comió majonchos robados, y se decidió a buscar botijas. Para ello, se puso a la cola de un arado y empujó. Tras la reja iban arando sus ojos. Y así fue como José Pashaca llegó a ser el indio más holgazán y a la vez el más laborioso de todos los del lugar. Trabajaba sin trabajar —por lo menos sin darse cuenta— y trabajaba tanto, que las horas coloradas le hallaban siempre sudoroso, con la mano en la mancera y los ojos en el surco. Piojo de las lomas, caspeaba ávido la tierra negra, siempre mirando al suelo con tanta atención, que parecía como si entre los borbollos de tierra hubiera ido dejando sembrada el alma. Pa que nacieran perezas; porque eso sí, Pashaca se sabía el indio más sin oficio del valle. Él no trabajaba. Él buscaba las botijas llenas de bambas doradas, que hacen "¡plocosh!" cuando la reja las topa, y vomitan plata y oro,  como el agua del charco cuando el sol comienza a ispiar detrás de lo del ductor Martínez, que son los llanos que topan al cielo.
Tan grande como él se hacía, así se hacía de grande su obsesión. La ambición más que el hambre, le había parado del cuero y lo había empujado a las laderas de los cerros; donde aró, aró, desde la gritería de los gallos que se tragan las estrellas, hasta la hora en que el güas ronco y lúgubre, parado en los ganchos de la ceiba, puya el silencio con sus gritos destemplados.
Pashaca se peleaba las lomas. El patrón, que se asombraba del milagro que hiciera de José el más laborioso colono, dábale con gusto y sin medida luengas tierras, que el indio soñador de tesoros rascaba con el ojo presto a dar aviso en el corazón, para que éste cayera sobre la botija como un trapo de amor y ocultamiento. Y Pashaca sembraba, por fuerza, porque el patrón exigía los censos. Por fuerza también tenía Pashaca que cosechar, y por fuerza que cobrar el grano abundante de su cosecha, cuyo producto iba guardando despreocupadamente en un hoyo del rancho, por siacaso.
Ninguno de los colonos se sentía con hígado suficiente para llevar a cabo una labor como la de José.
"Es el hombre de jierro", decían; "ende que le entró asaber qué, se propuso hacer pisto. Ya tendrá una buena huaca..."  Pero José Pashaca no se daba cuenta de que, en realidad, tenía huaca. Lo que él buscaba sin desmayo era una botija, y siendo como se decía que las enterraban en las aradas, allí por fuerza la incontraría tarde o temprano.
Se había hecho no sólo trabajador, al ver de los vecinos, sino hasta generoso. En cuanto tenía un día de no poder arar, por no tener tierra cedida, les ayudaba a los otros, les mandaba descansar y se quedaba arando por ellos. Y lo hacía bien: los surcos de su reja iban siempre pegaditos, chachados y projundos,que daban gusto.
—¡Onde te metés, babosada! —pensaba el indio sin darse por vencido—: Y tei de topar, aunque no querrás, así mihaya de tronchar en los surcos.
Y así fue; no lo del encuentro, sino lo de la tronchada.
Un día, a la hora en que se verdeya el cielo y en que los ríos se hacen rayas blancas en los llanos, José Pashaca se dio cuenta de que ya no había botijas. Se lo avisó un desmayo con calentura; se dobló en la mancera; los bueyes se fueron parando, como si la reja se hubiera enredado en el raizal de la sombra. Los hallaron negros, contra el cielo claro, "voltiando a ver al indio embruecado, y resollando el viento oscuro ".
José Pashaca se puso malo. No quiso que naide lo cuidara. "Dende que bía finado la Petrona, vivía ingrimo en su rancho ".
Una noche, haciendo fuerzas de tripas, salió sigiloso llevando, en un cántaro viejo, su huaca. Seagachaba detrás de los matochos cuando óiba ruidos, y así se estuvo haciendo un hoyo con la cuma. Se quejaba a ratos, rendido, pero luego seguía con brío su tarea. Metió en el hoyo el cántaro, lo tapó bien tapado, borró todo rastro de tierra removida; y alzando sus brazos de bejuco hacia las estrellas, dejó irliadas en un suspiro estas palabras:
—¡Vaya: pa que no se diga que ya nuai botijas en las aradas!...

CUENTOS DE BARRO --SALARRRUE--

miércoles, 17 de octubre de 2012

LA CASA EMBRUJADA


la casa embrujada


Los mosquitos se prendían en el silencio, como en un turrón. El tejado, musgoso y renegrido, era como la arada en un cerrito tristoso. El viento había sembrado allí una que otra gotera fructífera, con ráices diagua y flores redonditas de sol, que caminaban por el suelo y las paredes del interior. La casavieja taba dijunta, enderrepente.
Según algunos vecinos, aquel abandono se debía a que laija del viejito Morán, que vivió allí, bíamuerto tisguacal. El maishtro Ulalio decía que era porque espantaban: "Sale el espíreto de la Tona",decía; "yo luei visto tres veces: chifla y siacurruca; chifla, y se acurruca: después, mece las mangas y sedentra en el platanar".
Ño Mónico, que estaba loco de una locura mansita —porque hablaba disparates muy cuerdamente.
—, decía con el aire de importancia y superioridad que lo caracterizaba:

—¡Ah..., no señor..., nuai tales carneros aloyé, nuai tales!... Siesque vinieron los managuas, despacito..., y cerraron las puertas cuando era al mediodía, aloyé. Dejaron adentro a la Noche, que bíavenido a beber agua descondidas del sol. Allí la tienen enjaulada, aloyé, y la amarraron con una pita ematate. ¿¡Cómo se va!? Sestá pudriendo diambre: ya giede, aloyé, ¡ya giede!  Pasa ispiando por los juracos de la paré; y, cuando nuentran sapos, aguanta hambre. Dende aquí sioyen a veces los destertores de la goma. Se va en friyo, aloyé. Un diya destos va parecer la yelasón derretida por las rindijas. Los managuas la vienen a bombiar todos los diyas, con ronquidos diagua, para joderla más ligero, aloyé...

Los zopes no se paraban nunca en el tejado. A veces el gavilán le hacía un pase, con su cruz de sombra; y dicen que la casa se encogía y pujaba. Taba embrujada. De noche se oiba el juí,juí de una hamaca. Un chucho, que llegó un día a oler la casa, salió dando gritos de gente por el monte y montado en su cola.

Las hojas enormes de los majonchos le hacían cosquillas a la casa con las puntas. Sus sombras, enforma de cejas, se mecían en las paredes, que parecían hacer muecas nerviosas. En un ventanuco queestaba en la culata una araña había enrejado, por si abrían... Las hormigas guerreadoras le habían puesto barba en una esquina. De cuando en cuando, una teja desertaba en el viento. Una tarde en que Ulalio seacercó, le hablaron desde adentro. Puso atención, y oyó la voz, sin entender las palabras: "era como quevaceyan un cántaro" decía, "me dentro un friyo feyo en el lomo y salí a la carrera".

Una vez pasó cerca el cura. Le pidieron consejo y él quiso ir a ver la casa del embrujo. Se apió; y, remangándose la sotana, fue al platanar con Ulalio, la Chana y Julián.

—¿Quién vivió allí?
—El viejito Morán y suija que murió de lumonía. Otros dicen que taba tubreculosa.

El cura llegó hasta la mediagua. Los panales empezaron a confesar su misterio. Abrió sin temor las puertas desvencijadas. El cadáver de la noche, que había quedado recostado en la puerta, se derrumbó hacia afuera. Instintivamente, todos dieron un paso atrás. Rápida, como un rayo de carne, una culebra negra y brillante salió y se perdió en el monte. Los sapos venían saltando hacia afuera, como piedrasvivas. Entre los ladrillos verdosos, las rueditas de plata de las goteras se habían hecho hongos. El aire jediondo casi se agarraba con la mano. Una botella olvidada había ido apagando su brillo de puro terror.
El cura mandó a Julián por escobas y empezó a jalar los acapetates con una vara. Se desgajaban, haciéndose tierra. De aquella rama sombría del techo, los murciélagos se desprendían, como hojas, o sevolvían a colgar, como frutas pasadas.
El cura estuvo toda la tarde limpiando la casa. Bendijo un tarro de agua y lo regó por todas partes. Sacó un libro y susurró latines. Clavó una cruz de palo en un pilar y ordenó que se dejaran abiertas las puertas para que oreara, que se desenmontaran los contornos, que se cogieran las goteras, se plantaran flores en el suelo y se colgaran macetas de las vigas.
Días después, el cura pudo ver la casa resucitada. El patio liso y barrido, las enredaderas trepándose por las paredes y las macetas colgadas de las vigas. Sonriente y gordo, palmeó en la espalda de Ulalio y le dijo:

—¿Conque, embrujada, eh?...
—¡No creya Padre, entuavía sioye un bisbiseyo!.

CUENTOS DE BARRO --SALARRUE--

sábado, 13 de octubre de 2012

EL CIRCO



Se azuló la noche. En medio del solar oscuro, el circo era como una luna desinflada. Parecía la chiche de la noche, onde mama luz el cielo. Un chilguete manchaba de norte a sur el espacio y las gotitas zarpiaban el horizonte hasta la oriya del mundo.
Mito y Lencho, los dos hermanitos, miraban asombrados, por un juraco, cómo aquel siñor que le decían Irineyo Molina, se bía hecho payaso en un dos por tres. Taba sentado en un cajón, jumándose un puro, y con cara enojosa de hombre. Por el hoyito se véiya bien que le daba la luz de un carburo en la cara chelosa de harina. Abajo, junto a la goliya plisada, asomaba el cuello prieto de su propio cuero. Más allá,el negro Jackson sembraba una estaca, con una almágana. A cada golpe de juelgo, la estaca se hundía un jeme. Recostado en unos lazos templados como cuerdas de violín, estaba un volatín.

Apartáte, baboso.
Peráte, quiero ver.
 —Te vuá zampar una ganchada, Chajazo.
¡Achís!, sólo vos querés mirar...
—A yo no mián dejado...
—¡Baboso, baboso, ayí entró una piernuda vesti dedorado.

 Sestá componiendo la atadera La cipotada ondeó, como un tumbo de carne; reventó en empujones y se vació sobre la carpa, derrumbando al lado diadentro un rimero de sillas. Se oyeron voces de hombre, furibundas, y pasos amenazadores. La cipotada se dispersó a la carrera, haciendo sonar con sus talones la panza de tambor del descampado. Se confundió entre el guevazo e gente silbando y riendo. Un sapurruco en camiseta, con unos grandes gatos que parecían de madera, salió encachimbado por debajo de la lona, con un acial en la mano. Llegó hasta el andén, mirando de riojo; escupió un salivazo con tabaco, y se metió otragüelta por debajo. Dos o tres chiflidos le condecoraron el fundiyo. El humo de los candiles y de los puestos de pupuseras ponía llanto en los ojos de aquella alegría. La manteca, ricién echada en las sartenas de las pasteleras, se oiba escandalosa, como cuando meya el tren. Las garrafas, en los mostradores de los chinamos, parecían jícamas de vidrio, que se bieran convertido en cocos. El guaro clarito temblaba adentro y dejaba descurrir su tujito embolón.
Las gentes iban entrando, guasonas, al circo. Daban su tiquete y levantaban la cortinenca de
añididos, onde había unas letras que naide entendía, porque naide leyiya en el pueblo.
Una bandita descosida empezó a sonarse, allí dentro, debajo diaquel gran pañuelo. La buyanga sizo mayor, y las gentes empezaron a codearse por entrar a coger puesto.
Por tercera vez sonó la campanilla; aquella campanilla que daba güeltegatos de plata en la alfombra de la ansiedad. Un silencio profundo se agachaba, cargado de corazones, como una rama de mango. De una patada se abrió el telón de los secretos; una pelota de colores vino rodando hasta el centro del picadero, y, con un grito de sollozo burlón, el payaso se irguió amelcochado, bonete en mano, con algo de piñata y algo de barrilete. De golpe se descolgó, en el redondel, la cortina de tablitas del aplauso.

Vestidos a medias y de medias, los volatines y volatinas, en escuadrón, avanzaron marciales, con los brazos cruzados sobre el pecho y sonriendo con sonrisa postiza. Detrás, en dos caballencos ahumados como los del carrusel, que llevaban colas de gallo en la frente, venían las masonas, vestidas de espumesapo y sentadas, con una nalga, en el mero chunchucuyo de los caballos. Cerrando chorizo, iba un chele vestido dentierro, con un chiliyo bien largo; y un viejo bigotudo, jalándole las narices a un pobre oso medio bolo. Más detrás iban los guachis, con cotones de colores llenos de chacaleles. La música sonaba, toda ella, chueca y destemplada, como mocuechumpe.

                                                                                  ***

En aquel pueblo de niños, sólo los cipotes se bían quedado ajuera. Ispiaban por onde podían, subiéndose algunos hasta las puntas de los cercanos jocotes, contentándose con ver el bailoteo de unoquiotro trapo de color, o el relámpago misterioso de las lentejuelas en las mecidas de los trapecios.
Los niños ajuera, los grandes adentro... El circo era como la felicidá, que se la cogen aquellos que menos la quieren. Los cipotes se conjormaban viendo la alegriya luminosa, por un hoyito, entre tablas y piernas oscuras. Mito y Lencho, los dos hermanitos, se bían retirado dionde bían miradores, porque lestaban rompiendo toda la camisa. Sin embargo, cada granizada de aplausos los empujaba de nuevo a la carpa. De chiripa se hallaron un juraquito bajero, que los otros no bían incontrado. Con el dedito inano lojueron haciendo más grande, y miraban por turnos.  Cuando más extasiados estaban, mirando, mitá y mitá que la piernuda caminaba sobre el alambre como sobre el viento, un guachi, con una tablita, los cogió de culumbrón, soñadores e indefensos. Les dio con todas sus juerzas, el bandido jalacolochones; y ellos, dando alaridos, salieron corriendo y sobándose la nalga, ardida como con plancha caliente. Fueron a contarle a la mama; y la mama cogiéndolos debajo de sus alas desplumadas, maldijo al miserable:

—¡Disgraciado, quiá de pagarlas un diya en los injiermos!

Lencho rumió, en su corazón de niño perdonero, aquella frase; y, tras un rato de silencio, preguntó:

Mama, ¿yen el injierno habrán hoyitos para mirar lo que andan haciendo en el cielo?...

CUENTOS DE BARRO --SALARRUÉ--

jueves, 11 de octubre de 2012

BAJO LA LUNA




La laguneta se iba durmiendo en la anochecida caliente. Rodeada de bosques negros iba perdiendo sus sonrojos de mango sazón y se ponía color de campanilla, color de ojo de ciego. El camalote anegado en los aguazales le hacía pestaña. El cielo brumeaba como quemazón de potrero, donde eran brasas los últimos apagos del poniente. Abajo había, en balsa de ramalada, dos garzas blancas; la una, mirando atenta la gusanera del viento en el vidrio verde de las ondas; la otra, mirando como asustada el cielo en donde apuntaba una estrella con inquietudes de escama cobarde.
Guelía a mumuja de palo podrido, a zompopera, a chira de mateplátano, a talepate y a julunera triste. Había ahogados en todas las oriyas, ahogados hamaqueantes, sobreagüeros, de troncón y de basura. En las pescaderas, las varas ensambladas estaban prietas sobre el claror, y se reflejaban culebreando guindoabajo. Pringaba jenjén y zancudo. A lotra oriya se oiba patente el butute del guauce, llamando a la pareja para beber sombra. En el escobillal oscuro de la noche, el cielo y el agua quedaban trabados, como guindajos arrancados a una sombrilla de seda desteñida. El día se alejaba, lento y cabecero, echando polvo con las patas como los toros cimarrones.
Llegada la noche, un tufo a tigre sopló los matorrales, la laguneta sonaba como una cuerda diagua a cada respiro, y de cuando en cuando se oían los chukuces de las mojarras asustadas.
La ranchería del vallecito estaba en una ensenada oscurecida de tamarindos y voladores. Había ranchos hojarasquines, y ranchos palma barrendera, coludos como pajuiles, y ranchos empalizados a través de cuyas paredes de esqueleto, la luz candilera —esa tristura de querencia nocturna— se filtraba a los patios de barro desnudo, alargándose en caprichosas luminarias.
Los chuchos empezaban a ladrar con persistencia; con su quejumbre peculiar, los tuncos revolvían las sobras de huate que bueyes forasteros habían dejado al pie de los morros, de troncos limados por las cornamentas. Una guitarra escondida roía el sueño de la noche. Venía saliendo la luna con una fogarada platera que daba gusto. La luz chele y tristona se tendía en los playones bocabajo, alagartada entre los troncos torcidos, chafando las trompas de los cayucos varados en seco. Los jocotes botaban sus frutas de rato en rato, en el blando estiércol espolvoreado. Iban los primeros temblores de luz, estremeciendo a lo ancho el agua friolenta.

                                                                                              * * *

Con un trágico sonar de cartucheras y caitazos, el rancho de Miguel se vio rodiado por la escolta guarera. Sobre la puerta, de cuyas rendijas manaba resplandor de alma, el cabo Remigio López dio tresfierrazos con la cruz de su daga. De dentro naide respondió y la luz se apagó, dejando más en luna la entrada.
A una seña del cabo, los chicheros empezaron a culatiar la puerta, hasta que de golpe se jue en blanco. La ventana trasera estaba cuidada por tres hombres y cuando se abrió fue como la boca de una trampa. Hubo una refriega que atrajo algunos curiosos; y pronto los cuatro sacadores cogidos, salían del caserío con las ollas y los telengues al hombro.

El camino estaba como el día, y la arenita fresca acariciaba los pies. Iban los ocho de la escolta distrayéndose con los luceros; y el cabo, montado, jumando su puro, se agachaba dormilón. Sólo los presos conversaban. El cabo les oiba, perdonero.
Llegado que hubieron a las ruinas del obraje, hubo un descanso. El cabo López se acercó amigable a Miguel y le dijo:

—Esa ña Pabla Portillo de que hablaba usté, joven, ¿ónde vive?
—En Las Isletas. Es mi mama...
—¿Tiene hermanas su mama?
—La ña Dolores Portillo, de San Juan.
—Es la mía...
—Entonce, usté es Remigio López, el marido de la Felicia.
—El mesmo.
—¡Ah, ya jodimos!...
—Me vuá quedar con vos atrás, y te golvés...
Miguel sonrió apenado y se miró las manos.
Veya, primo, si me va a soltar sólo a yo, mejor alléveme.
El cabo vaciló, honorífico.
—Es que el deber, hermano... la vaina...
Como Miguel le miraba fijo y callando, el cabo López se alejó lento a la sombra oscura de una fila de isotes y llamó a los soldados, que le fueron rodeando curiosos. Al mismo tiempo Miguel se unió a los presos y les arrimó al puro de la resignación, la brasa de la esperanza.

Después de un buen rato de espera, los sacadores vieron llegar al cabo que se arrimaba caviloso. Separó enfrente, con los brazos cruzados encima de la daga. Los miró uno a uno como juido. Naide habló palabra. Lejano se oiba el río, siempre despierto. Como en trance sin remedio, el cabo dijo por fin:
— ¡Desgránense, desgraciados; no seya que me arripienta!...
Semejando cercenadas cabezas de gigantes, las ollas se quedaron sólitas junto al cerco de púas,
como diciendo: Achís, ¿qué pasaría?!...


CUENTOS DE BARRO --SALARRUÉ--