El rancho
de Polo quedaba allá donde empieza a trepar el volcán, al pie de unos caragos jloridos,
al jaz de la vereda que lleva onde Meterio Ramos, cerca del cantón Guaruma.
Entre pedrencos morados, hecho con paja de arroz y
palma, el rancho miraba pa bajo, pa bajo, por encima de los
grandes potreros del Derrumbadero, hasta el río Guachote quiba
haciendo así, así, hasta perderse en la montaña. Encorralado en un
requiebre, entre cocos y platanares, estaba el pueblo. Eran todas las casitas
blancas y estaban echadas con los ojos abiertos.
Como ganado arisco en desparpajo, iban allá los cerros atrompesándose unos con otros, o encaramándose al dir
de brama.
La señá Manuela,
la partera, dejó el guacal de café en la hornilla apagada, sobre el polvito azul
de la ceniza, y con un palito encendido prendió la cabuya de su cigarro. Con un
ojo apagado por el humo, le dijo a Polo para cerrar plática:
—Ve vos, yo sé lo que te digo: nuai más dolor quel de
parir...
Polo asintió,
con sencilla nobleza de irnorante. Se despidió la vieja y se fue;
y el indio, que vivía solo allí, descolgó la guitarra, como quien apecha
la tristeza sin temor; y liayudó al
cielo a dir pariendo
estrellas en la tarde.
* * *
De allá
de la carretera, de bien abajo, venía cargando con ella. La bían arronjado diun utomóvil.
Él bíavisto el empujón y el barquinazo. Iban todos bolos y ella
lloraba a gritos. Cayó en pinganiyas, y, dando una güeltereta,
sembró la cara en el lodo y se quedó aletiando. Él la pepenó y, como no
había dónde, se la llevó cargando al rancho; cuesta arriba, cuesta arriba,
sudoso y enlodado. Ella sangriaba y sequejaba. Por dos veces la bía apiado para que arrojara. Arrojaba un
piro espumoso y hediondo y diay sedesmayaba.
Entró
con ella apenas; la puso en la cama y empezó a lavarle la cara con un
trapo mojado. A la luz del candil vido, al
ir borrando, que tenía la cara chula. El pelo lo andaba al jaz de la nuca; era blanca y suavecita,
suavecita como algodón de ceiba. Cuando abrió los ojos vido que los tenía prietos y
brillosos, como charcos diagua en
noche de relámpagos.
* * *
Se
quedó allí mientras se curaba. Había pasado una goma feya, que le bajó con chaparro. Con la
sobada que le dio en la pierna, bajó la hinchazón. Podía apenas dar pasitos,
renqueando y quejándose. Pasaba todo el día tirada boca arriba en la cama,
descalza su blancura y triste el negror de sus ojos que le sonreiban agradecidos. Se dormía, se dormía...,
y él la veiya desde
el taburete, medio envuelta en el perraje, con el pelo en la cara, acuchuyada toda ella, dándole el redondo de su
cuerpo con un abandono que le hacía temblar y herver. Cuando estaba projunda,
él se acercaba y se inclinaba. Guelía ansina
como una jlor de no
sé qué, con un perjume que mareya y que da jiebre.
Pero Polo sabía, en su sencilla nobleza de irnorante, que nuay que conjundir la caridá...
* * *
—Usté, ¿dióndés?
—¿Yo?..., de la capital... —¿Por qué la embolaron y larronjaron?...
—Por bandidos que son. Les pegué en la cara y les di de patadas
y entonces me aventaron los malditos...
Polo
quería decir algo, quería sacar ajuera el ñudo que
se le bía hecho en
la garganta; pero no salía: era como una espina de pescado y no salía más
que por los ojos. Ella lo miraba sonriente. Para animarlo, le dijo:
—¿Qué no me mira que soy «brusca»?
Él no
comprendió aquel término urbano. ¡Ah, si lo hubiera dicho con P, qué feliz
habría sido!
—¡Qué brusca va ser usté!...
Ella
respetó aquello que creyó ser una ilusión de pureza. Él sin duda la tomaba
por niña.
* * *
Se
separaron en el crucero de los caminos. Allá en el plan. Se miraron fijo un
rato, mientras cantaban los pijuyos. Ella le cogió las manos y se las besó, se
le atrinquetió en
el pecho, y ligerito, le dio un
beso en la cara y se alejó renquiando. Él quedó
como sembrado. Rígido como trotón de cerco, mirándoladirse, pelona y chula, chiquita y blanca.
Cuando descruzó, lo voltio a mirar parándose un momento y le dijo adiós con los
dedos. Él, sin juerzas casi,
le meció la mano.
* * *
Sentado
en la piedra, frente al rancho, miraba baboso y juido del mundo, cómo venían, por los
potreros
del Derrumbadero, los toros tardíos cabeceando y mugiendo, como si
empujaran un trueno.
En la
puerta del rancho la señá Manuela,
la partera, cansada de hablar sola, se encumbró el último trago de café
hundiendo la cara en el guacal y sentenció siempre al igual:
—Yo sé lo que te digo: nuay más dolor quel de parir...
Con
sencilla amargura de irnorante, el indio dejó de hacer cruces
en la arena, y de un golpe clavó con furia el corvo en el tronco del carago.
Cayeron jlores.
CUENTOS DE BARRO --SALARRUÉ--