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viernes, 30 de marzo de 2012

LA HONRA




Había amanecido nortiando; la Juanita limpia; lagua helada; el viento llevaba zopes y olores. Atravesó el llano. 
La nagua se le amelcochaba y se le hacía calzones. El pelo le hacía alacranes negros en la cara. La Juana iba bien contenta, chapudita y apagándole los ojos al viento. Los árboles venían corriendo. En medio del llano la cogió un tumbo de norte. La Juanita llenó el frasco de su alegría y lo tapó con un grito; luego salió corriendo y enredándose en su risa. La chucha iba ladrando a su lado, queriendo alcanzar las hojas secas que pajareaban. 
        El ojo diagua estaba en el fondo de una barranca, sombreado por quequeishques y palmitos. Más abajo, entre grupos degüiscoyoles y de ishcacanales, dormían charcos azules como cáscaras de cielo, largas y oloríferas. Las sombras se habían desbarrancado encima de los paredones y en la corriente pacha, quebradita y silenciosa, rodaban piedrecitas de cal.
        La Juanita se sentó a descansar: estaba agitada; los pechos -bien ceñidos por el traje- se le querían ir y ella los sofrenaba con suspiros imperiosos. El ojo diagua se le quedaba viendo sin parpadear, mientras la chucha lengüeaba golosamente el manantial, con las cuatro patas ensambladas en la arena virgen. Río abajo, se bañaban unas ramas. Cerca unos peñascales verdosos sudaban el día.
        La Juanita sacó un espejo, del tamaño de un colón y empezó a espiarse con cuidado. Se arregló las mechas, se limpió con el delantal la frente sudada y como se quería cuando a solas, se dejó un beso en la boca, mirando con recelo alrededor, por miedo a que la bieran ispiado. Haciendo al escote comulgar con el espejo, se bajó de la piedra y comenzó a pepenar chirolitas de tempisque para el cinquito.
        La chucha se puso a ladrar. En el recodo de la barranca apareció un hombre montado a caballo. Venía por la luz, al paso, haciendo chingastes el vidrio del agua. Cuando la Juana lo conoció, sintió que el cora­zón se la había ahorcado. Ya no tuvo tiempo de esca­parse y, sin saber por qué, lo esperó agarrada de una hoja. El de a caballo, joven y guapo, apuró y pronto es­tuvo a su lado, radiante de oportunidad. No hizo caso del ladrido y empezó a chuliar a la Juana con un galope incontenible como el viento que soplaba. Hubo defensa claudicante, con noes temblones y jaloncitos flacos; después ayes, y después... El ojo diagua no parpadeaba. Con un brazo en los ojos, la Juana se quedó en la sombra.

                                      ***

Tacho, el hermano de la Juanita, tenía nueve años. Era un cipote aprietado y con una cabeza de huizayote. Un día vido que su tata estaba furioso. La Juana le bía dicho quién sabe qué, y el tata le bíametido una penquiada del diablo.
—¡Babosa! —había oído que le decía— ¡Habís perdido lonra, que era lúnico que tráibas al mundo!
¡Si biera sabido quibas ir a dejar lonra al ojo diagua, no te dejo ir aquel diya; gran babosa!..
        Tacho lloró, porque quería a la Juana como si hubiera sido su nana; e ingenuamente, de escondiditas, se jue al ojo diagua y se puso a buscar cachazudamente lonra e la Juana. El no sabía ni poco ni mucho cómo sería lonra que bía perdido su hermana, pero a juzgar por la cólera del tata, bía de ser una cosa muy fácil de hallar. Tacho se maginaba lonra, una cosa lisa, redondita, quizás brillosa, quizás como moneda o como cruz. Pelaba los ojos por el arenal, río abajo, río arriba, y no miraba más que piedras y monte, monte y piedras, y lonra no aparecía. La bía buscado entre lagua, en los matorrales, en los hoyos de los palos y hasta le bía dado güelta a la arena cerca del ojo, y ¡nada!
        -Lonra e la Juana, dende que tata la penquiado -se decía-, ha de ser grande.
        Por fin, al pie de un chaparro, entre hojas de sombra y hojas de sol, vido brillar un objeto extraño. Tacho sintió que la alegría le iba subiendo por el cuerpo, en espumarajos cosquilleantes.
        -¡Yastuvo! -gritó.
        Levantó el objeto brilloso y se quedó asombrado. -¡Achís! -se dijo-. No sabía yo que lonra juera así...
        Corrió con toda la fuerza de su alegría. Cuando llegó al rancho, el tata estaba pensativo, sentado en la piladera. En la arruga de las cejas se le bía metido una estaca de noche.
        -¡Tata! -grito el cipote jadeante-: ¡El ido al ojo diagua y el incontrado lonra e la Juana; ya no le pegue, tome!...
        Y puso en la mano del tata asombrado, un fino puñal con mango de concha.
        El indio cogió el puñal, despachó a Tacho con un gesto y se quedó mirando la hoja puntuda, con cara de vengador.
        -Pues es cierto... -murmuró. Cerraba la noche.

CUENTOS DE BARRO   --SALARRUE--


viernes, 23 de marzo de 2012

ESENCIA DE “AZAR”




La aurora se iba subiendo por la pared del Oriente, como una enredadera. Floreaba corimbos rosados y gajos azules. Una que otra hoja dorada asomaba su punta. Las estrellas se iban destiñendo una por una.

Un vientecillo helado, aclarante como si llevara disuelta en su caudal la luz, iba llenando la pila del mundo con el agua dorada del día. Los gallos flotaban, aquí y allá, como pétalos despenicados de una sola alegría.

Dulcemente se abrió la puerta de la esquina y espantó en la tienda los olores dormidos: olor a maicillo y a petate nuevo; olor a manta dril y a cambray pirujo, a jabón, a canela y anís. La luz tranquila entró, limpiando de sombras los estantes, los mostradores, los sacos aglomerados a lo largo de la pared y la máquina de coser, sobre la cual el gato gris seguía durmiendo, enroscado como un yagual.

La Toya abrió también la ventana; y, cogiendo la escoba del rincón, empezó a barrer con el polvo de tiste de los ladrillos, las tiras de género, las briznas de tusa, los pelos de elote y uno quiotro papel. A lo lejos, freían un huevo.

La ña Grabiela salió del dormitorio, apartando la cortina de perraje. Era una viejecita blanca, lenta y encorvada. Sus ojillos, verdes y hundidos, miraban bajeros, siguiendo los giros del pescuezo. Sobresupanzinga de beata, colgaba el delantal fruncido; y, sobre el delantal, el mosquero de llaves. Tembeleque, llegó al mostrador; miró, con ojos de ausencia, la calle empedrada que subía curveando; el trasero mugriento de la iglesia; y, a través del arco del campanario, el cielo azul, de un azul dominguero. Luego, la ña Grabiela abrió la gaveta del mostrador y, metiendo su blanda mano de espulgadora, hizo sonar el humilde pianito del pisto.

 —¡Toya!...
—¡Mande!...
—Andá onde Lino, que te venda un cuis de esencia de azar. Lleva el bote. Miá güelto el dolor...

Por la esquina entró una cipota y fue a pegarse al mostrador, empinándose sin lograr dominarlo.

 —Ración de canela y ración de almidón...

Cantaba al hablar. La ña Grabiela, que era un poco sorda, no la oyó.
Andaba dando vueltecitas de uno a otro lado. Espantó al gato, metiéndole un tastazo en la nalga.

—Ración de canela y ración de almidón...

La viejecita entró en el dormitorio, apartando la cortina. Iba tambaleándose. La niña, siempre pegadita al mostrador, catarrosa y desmechada, continuaba esperando. A lo lejos, en el patio, alguien se bañaba a guacaladas.

De la trastienda llegaba un quejarse congojoso. La cipota no hablaba ya más: escuchaba, con la boca entreabierta, el quejarse monótono, como mecido de hamaca. Poco a poco iba menguando, menguando... hasta callar. Cuando calló, la niña salió tímida al andén y aguardó.
Llegó la Toya, con la esencia de azar. La niña la detuvo.

—La ña Grabiela taba quejándose, y se jue callando, y se jue callando, y se jue callando... hasta que se calló.

La Toya entró corriendo.

—¡Madrina, Madrina!...

Alguien seguía bañándose en el patio, a guacaladas. Dulcemente volvió a cerrarse la puerta de la esquina, guardando los olores: olor a maicillo, olor a petates, olor a manta y a cambray pirujo, a jabón, a canela y anís... y a esencia de azar.

CUENTOS DE BARRO --SALARRUÉ--


lunes, 19 de marzo de 2012

EL ENTIERRO



Cumbreaba la tarde, cuando de las últimas casas salía el entierro de ño Justo. Todos ibanachorcholados y silencios. Una nube corrediza había regado el camino, perfumándolo, esponjándolo, refrescándolo. Se mezclaba el olor del suelo, con el tufíto de las candelas que llevaban las viejas. El renco Higinio caminaba delante del cajón. A cada paso parecía que iba a arrodillarse; daba la impresión de llevar meciendo un incensario. Todos iban achorcholados; el arrastre de los caites cepillaba los credos, que salían como de un cántaro a medio llenar. "Chorchíngalo" llevaba el racimo de sombreros; cargaban Atanasio, Catino, don Juan y don Daví.

Cumbreaba la tarde, chispeando en lo ricién mojado. Los cerros barbudos se ahogaban en la sombra, sacando apenas las narices para respirar. La brisa mecía las frondas, que asperjeaban el cajón como un hisopo. A lo lejos, lejos, lejos, allá por las Honduras, llovía ceniza caliente.

Atrás jue quedando el grito herido de la Tana; la casa chele de Juan Barona; los tapiales de adobe, cundidos de reseda; la pilita seca; la caseta de la ronda, con su cruz verde pegoteada de papeles de color. El camino empezaba a bajar por el barrial. Al fondo atravesaba, sobando los talpetates, el riíto de Miadegüey. A los lados, en el explayado de arena, crecían berros. Pasó el amatón de la Fermina; el rancho de Lolo; subieron la cuesta del Chichicastal, y entraron de nuevo en tierra llana. A lo lejos, cabezonas, se miraban las ceibas del pantión, ya borrosas en el callar.
Felipe aventuró:

—¿Juiste anoche al velorio, oyó?...
—Sí jui...
—Yo no jui, pero vengo al entierro del funeral

Caminaban cada vez más a prisa, por la noche que se desmoronaba poco a poco sobre el campo. Pararon para cambiar los cargantes, porque ya pujaban mucho. Los dos alambres del telégrafo iban siguiéndolos de poste en poste; se detenían, curiosos, en los aisladores, mirándoles con los ojos verdes; a veces, se enmontaban por las barrancas, e iban a salirles adelante. Parecía como si quisieran pasar al otro lado del camino y el entierro se lo impidiera, llegando siempre en aquel momento preciso.

Cada vez se oía más el golpe de los tacones sobre la panza del camino. Las llamitas de las candelas se habían volado, haciéndose estrellas. Poco a poco oscurecía; no se vio ya sino el brocal pasmado del cielo. Sólo se oía el cepillar de los caites; el golpetear de los tacones; el rechinar del cajón; el pujar de los cargantes, y aquel credo que seguía el entierro como una cola de moscarrones. De cuando en cuando se trompezaba alguien, y se oía un brusco: "¡piedra hijesesenta mil!...". También se oía una que otra escupida, con su húmedo ¡jaashup!..., o la tos cascada de alguna vieja.

Ya no se veiya. Por ratos, en los claros, se pintaban las curvas prietas de los alambres, que no habían aún logrado pasar.

Ya cuando era imposible ver, don Daví encendió el farol. Iba con el trapo de luz por el pelado camino. Sus calzones blancos se miraban moverse en la lumbre, como ánimas en pena. De cuando en vez saltaba una piedra, en medio de la luz, con el hocico abierto y amenazador. En un descruce, relampaguearon los ojos de brasa de un chucho, que se aculaba aterrorizado. Como diablos negros iban bailando los troncos, detrás del cerco. Por fin llegaron a las tapias del pantión. Otro farol esperaba en la puerta.


—¿Qué jue que les cogió la noche, hombre?
—Cabsa la Tana...
—¡A la gran babosa! Ya mero nos íbamos: hemos oído ruidos en los mucsoleyos.
—¿Eeee?...

Entraron. A la luz ladrante de los faroles, las tumbas tendían sábanas repentinas, algunas de ellas desgarradas o sucias.
 Bajo el pino grande, estaba el hoyo de ño Justo. Lo jueron bajando con lazos. El cajón crujía, lastimero. Los faroles, bajeros, alumbraban un mundo de pies curiosos, al borde del hoyo. Topó. Sacaron los lazos a choyones. Después, la pala implacable empezó a tirar tierra. Cáiba la tierra negra, con sordo aporreo. La pala chasqueaba la lengua, al coger; y el hoyo oblongo eructaba al recibir. Los pies se habían ido saliendo de la luz, como cusucos asustados.

De dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro, las gentes habían ido regresando. Regresaban animadas. Alguno cantaba. Los deudos gimoteaban al haz del hoyo, ya casi colmado. Las dos enormes ceibas se lazaban en la oscuridad, como un solo coágulo de noche. Las estrellas, encorraladas ya, rumiaban orito.

CUENTOS DE BARRO –SALARRUÉ-- 

miércoles, 14 de marzo de 2012

VIRGEN DE LUDRES



En el suave momento en que la tarde se bía puesto a sonrír, la virgen blanca que estaba en un hueco de la peña, se puso amariya, amariya de una luzazón dorada, que cáiba del cielo, sin que se viera de qué sol. Pringaba. Las hojas de los quequeshques tabón llorando, tal vez defriyo, tal vez de tristes, por el temporal que no amenguaba. El farolito colorado quiantes no se veiya, siba haciendo flor en laescurana: flor tinta como la jila, como la pascua, como la flor de fuego.

La Candelaria siarrimó a la baranda de la gruta. Se bía tapado la cabeza con el chal desteñido; tenía apretado entre las manos el pañal que le servía de pañuelo; como en los quequeshques por su carabarriosa se deslizaban lágrimas. Ispió, tímida, pa todos lados; se hincó... Naide pasaba... Miró para arriba, hasta la virgen, mientras mordía la punta del chal.

—Virgen de Ludres —murmuró— hacéme la mercé que te pido; vos bien tas al tanto e la pobreza diúno; ha caido el otro con un dolor, el mesmo del muerto; alentálo, madre, por el amor de Dios.

Se creyó obligada a permanecer de rodillas todavía un gran rato. Seguía pringando. Ya la luz dorada, aquella luz de lejana quemasón, se bía extinguido. La virgen blanca, que tenía las manos juntas, bíaquedado en el hoyo oscuro, como una luna enferma. El farol de vidrio echaba sangre sobre las peñas.

La Candelaria se persinó despacito; dulce y humilde, se alejó, pegadita al cerco, por el camino oscuro. Ya no lloraba y apresuraba cada vez más el paso, para llegar al pueblo. Sombras con zapatos pasaban presurosas a su lado, haciéndola estremecerse de temor por un desmando de los hombres. A la entrada del pueblo, frente a la puerta en luz de la primera casa, se detuvo.

—Noches le dé Dios, ña Tona...
—Noches te dé Dios, Cande. ¡Avemariapurísima, hastoy venís?
—Sí pué; es que se me ojreció pasar a la gruta, pa pedirle a la virgen, porque ¡emagínese que se mestán muriendo los cuchitos!..

CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ---

martes, 13 de marzo de 2012

LA ESTRELLEMAR



Genaro Prieto y Luciano Garciya estaban sentados en un troncón triste cadávere de árbol, medio aterrado en la playa, blanco en lo gris de la arena, y con ramas que eran brazos como de hombres que se meten camisas. Empezaba el sol del estero a dorar las puntas de los manglares. Era parada diagua; por eso, en golfo de azul tranquilo, el estero taba como dormido, rodeado de negros manglares, en cuyas cumbres el sol ponía a secar sus trapos dioro.
La isla, en medio, bía fondiado con sus peñascales nevados de palomas morenas; y era mismamente la cabeza de un gigante bañándose y quitándose el jabón. Empujando, ya sin juerzas, la inmensidá, pasó una garza: blanca, blanca, como luna bajera: triste, triste, como ricuerdo, y silencia como nube. El viento se sienta y se despereza desnudo; y el agua da un tastazo en la orilla llegando, como quien escribe, a mojar el pie achatado de Genaro. Al mismo tiempo una malla de plata ondea, luminosa y veloz, sobre la linfa del estero.

—¡Mire qué flus de chimbera, mano!...
—Ya la vide, vos, siés la mera cosecha.

Volvió a relampaguear la plata de aquella mancha de chimberas, poniendo en el agua teclados de luz.

—¡Qué cachimbazo, mano! Vaya a trerse la tarraya.

Luciano se puso en pie, obediente; dejó, de un golpe, clavado, el machete en una rama y se alejó, pintando arena, hacia el manglar. En un descampado estaba el rancho de palma. De una ramada de varas de tarro, extendida sobre el cielo como una telaraña, pendía, oriándose, la tarraya, con suchimbolero de plomos cayendo a modo de rosario.

                                                                                ***
Con el agua hasta el encaje, Genaro, abiertos los brazos y mordida loria del vuelo, iba al vadeyo, al vadeyo, presto el ojo y el óido atento. Luciano le seguía de cerca, con la cebadera de pitematate.

—Sian juído estas babosas. Ya mey  rendido de la brazada, con esta plomazón.
—Démela, mano; cambeye, a ver si yo tengo mejor dicha.
—¡Apartate, baboso, apartate! 

En el propio instante en que el sol asomaba su fogazón sobre el manglar de la isla, la culebra de brillo de la chimbera cruzó entre dos aguas, curveante y repentina. La malla, veloz, se abrió en el aire a modo de flor volante y traslúcida, graciosa y trágica, voraz y anfibia y, haciendo chiflar los plomos, se hundió en la linfa con la seguridad del felino que cae sobre la presa. Todo quedó en suspenso. Había ojos en cada onda esperando, esperando, mientras se recogía la tarraya. En la punta venía la colmena de espejuelos de la chimbera. Era como un sol de plata, brillando al sol de oro; bolsa de azogue, corazón de estero. Las chimberas caiban en la matata, como gotas de acero derretido, chisporroteantes y enredadizas.
De pronto, Genaro se quedó en suspenso. Entre las últimas chimberas venía una estrellemar de seis puntas. La cogió con los dedos y le empezó a dar vueltas.

—¡Una estreyemar de seis puntas, baboso: ya jodí!...
—¿Por qué, vos?
—No  
tiagás el bruto; ¿no sabés ques un ambuleto? ¿Quel que lo carga no lentra el corvo?
—¡Agüén, entonces lo vamos a partir mitá y mitá, mano! 
—¡No seya pendejo, mano!, ¿no ve que yo luei incontrado? Si lo partimos, ya núes de seis puntas ¿entiende?
—Entonces, juguémola; a los dos nos toca en suerte, dende el momento en que los dos nos hemos metido a pescar juntos.
—¡Coma güevo! Y déjese de babosadas, si no quiere pasar a más...

Discutiendo habían llegado a la playa. Genaro Prieto se había guardado la estrella en la bolsa del pantalón. Luciano García, con voz más calmada, insistía en que ambos tenían iguales derechos sobre el hallazgo.

—Aquí tengo el chivo, Genaro, juguémola...
—¡No me terqueye!
Juguémola. —No la juego, y ¿quiay? 

Luciano Garciya, en un momento de ceguera, se arrojó sobre el corvo, que había dejado clavado en la rama haciendo cruz. Genaro echó mano al cuchiyo que llevaba en el cinto, mas no tuvo tiempo de desnudarlo: el corvo del amigo le había cortado de un golpe la vida.
El matador estuvo allí, fijo, mientras duró la transición de la cólera al temor. Luego se echó sobre el cuerpo ensangrentado y, cogiendo el ambuleto, huyó entre los manglares.
En el tranquil de la mañana una garza pasó, empujando, ya sin juerzas, la inmensidá.

 CUENTOS DE BARRO  ---SALARRUÉ---

lunes, 12 de marzo de 2012

LA TINAJA




Junto al remanso del crepúsculo, los volcanes eran tetuntes oscuros. Como una tinaja de barro quemado, la noche se hundía en el agua dorada, descurriendo estrellas por el flanco. En aquel callar de tren descarrilado, los árboles se oiban shushushar con un frescor melodioso de pasadero de acequia. Viraba el mundo de bordo, como para echar el ancla en el tranquil projundo del corazón.

—Pabla...

La Pabla hundió más la cabeza en el refajo. Sus trenzas prietas resbalaron hasta tocar el suelo, dionde chupaban, como ráices, la idea de un morir, con mucha tierra.

—Testoy hablando...
—¡Irte, irte de mi lado, engrato que me bis arruinado!
 —¡Pero, si nues nada, usté; no siamelarchiye, ya le va pasar!...
—¡Sí, pue, le va pasar pue!, ¿y nués casado, pue?...
—Sí, pero yo a vos te quiero y tiastimo, no siapesare por babosadas. 

El llorido arrastrón de la india corría, como un hilito de dolor, sobre el silencio ricién arado. El lucero, sobre el cerro cercano, mirándolo fijo, gotiaba sangrita.
El indio la envolvió por la espalda y confundió con las de ya sus crenchas lacias. Al óido, muy bajito, le dijo:

—¿No me quiere, pue?

El llanto se agravaba. Los pechos de mango maduro de la Pabla, bogaban debajo del huipil, subiendo y bajando tembeleques, como las frutas que el río mete en las cuevas de las pozas.

—¿No me quiere, pue?... ¿No me quiere, pue?...

Las manos alfareras del indio iban apretando, torneando, deslizándose inspiradas sobre el barro cálido de la esclava. Ella, ya sin gemir, alzaba la cabeza llorona y abría anhelosa la boca, con un pasmo de renuevo, dejándose llevar por la corriente, en vuelcos de ahogada. Se desmayó en sus hombros, entornados los ojos borrachos de lágrimas, y desflorada la boca de fruta picada por los pájaros. Él la desgajó de la tierra como de un racimo y, con la precisión de la costumbre, tomándole el refajo por la punta, la mondó como a un plátano. Su desnudez era apretada y mielosa.

                                           ***

La tinaja de la noche se había rajado al flanco y el agua de oro discurría, encharcándose al oriente. Una brisa morada bailaba desnuda en la playa oscura, antes de echarse al agua. La frente del cerro palidecía, avizorante ante la inundación del cielo. Un projundo frescor oloroso, brotaba a borbollones de la tierra. La Pabla se tapó la cara con el yagual moreno de su brazo:

—¡Irte, irte de mi lado, engrato que me bis arruinado

CUENTOS E BARRO  ---SALARRUÉ---

domingo, 11 de marzo de 2012

LA CHICHERA




La barranca del Berrido era sumida hasteldiablo, y pasaba todo el día de tarde. Amanecía tapada con nubes; allá por las diez, se despejaba dialtiro y se véiyan clarito los morados del guarumal, y el verde prieto de los sunzas, jabillos y manuelión; y por allá, ispiones, uno quiotro mulato o guachipilín en flor. Al puro jondo, allá onde se oiba roncar el río, se apiñaba el güishcoyolar cimarrón, entreverado deish canales bravos, erizados de cachos filudos y cundido de hormiga perra.
Aquella palazón en la escurana taba siempre sin viento, quedita, oyendo, como si jugara descondelero con el sol. Agazapada, contenía el juelgo, y al verla parecía como el cadávere de una montaña. Los querques volaban sobre ella, olisquiando el jediondo del río shuco y podridoso.
El sargento Vanegas paró de bajar; y, recostado en el tronco oloroso de un bálsamo, miró pa bajo, buscando entre las ramazones el miedo diun trapo. Nada se movía, ni nada se óiba. Sólo el golpear del río, en la panza de tarro del eco; y el grito deshilachado de algún guauce que llamaba a su pareja.

—¿No sienten ustedes un cierto tujo de piro?

Los soldados aletiaron las narices, y uno de ellos respondió, no muy seguro:

—Endeveritas, mi sargento... 
—Nos vamos a descolgar ái para bajo. Me quito una oreja si no hallamos mamazo. Este juraco tiene todo el talante diuna sacadera gorda, y que vastar chilosa de sacar.

Empezaron a bajar, por los derrumbaderos de tierra deslizosa, negra y olorosa a hoja podrida. Se apoyaban a ratos en la culata del calibre; o se agarraban de las puntas de los guayabos y de los cojones, que crecían en abundancia debajo de aquellos enormes matapalos, apercoyados aquí y allá, en la sombra llena de mosquitos, zancudos y hormigas, y olorosa a telepate.

Al jondo se oyó de pronto un disparo. Fue como si se rajara un conacaste: los ecos hirvieron, y de espumarajo en espumarajo lo levantaron con quebrido de tablitas, hasta que rebalsó y la barranca se chupó de nuevo el silencio.

Los soldados se pararon, ensamblando los tacones para enraizarse. Se quedaron esperando, mientras tiraban el óido al tranquil que siguió, como se avienta una atarraya. El sargento Vanegas los empujó con un gesto.

—Ese jue tiro de escopeta...
—Algún venadiante...
—Andenle con tanteyo, mucha; si tiran, de necesario, que seya al bulto, sin asco. 

                                                 ***
Estaban en el fondo de la barranca. Parados en los pedregones azules del cauce, miraban, idos, la correntada olisca que pasaba juerte entre las peñas, dando saltos como si jugara pelota con los gatos. La chorrentera interminable les había tapado las bocas con una mano terca, de ruido. Un remolino, profundo como el umbligo del Diablo, caminaba por lo largo de la poza hasta meterse en las cuevas del paderón, para salir otra vez, como debajo diagua, en el mismo lugar. Con un bramido de perolón, que llevaba por dentro gritos de cipote, risas de vieja, serruchos y martillos, trenes, lloridos y uyasón de chuchos, la chorrera caiba dende bien alto, en gradas de vidrio, hasta lo más encuevado de la poza. Llovía eterno, sobre las grandes hojas de los quequeshques y sobre el talpetatal picado de viruela, onde cada juraco era un espejito diacuis. Los raizales formaban tramazones, debajo de las cuales el agua aleñaba como murciégalo morigundo.

Saltando de piedra en piedra, a guiños de ráiz y trepazón de breñales, los seis soldados llegaron a un desvío cortado a pico, en una escurana jría que desembocaba en el río. Con una seña, el sargento los enzanjó por aquella tragadera del infierno.

Caminaban en blando, sobre arenita fina. Arriba, el cielo mostraba su reventadura de caimito dulzón, en la cual pringaba ya la primera estrella como semilla briyosa. Al recuesto de la escurana, embolando el tetuntal, corría entre el agua llorona un piro que jedía a rojo, como en cluaca de curtiembre. La húmeda y la sombra subían en llamas negras hasta muy alto, lambiendo los muros del cañón yahumando los charrales en lo alto del precepicio. Apersebido el calibre, los seis de la chichera avanzaban valientes, empujando una cortina de sordera.
Trepaba y trepaba el arenal; y Vanegas, que iba al frente, al descruzar un recodo, mandó hacer alto. Ya casi no se véiya. La última clarencia de la tarde se bía ido diluyendo en la tinta del sombríal espeso; y apenas una moradez de arena quedaba, como cuando queda azúcar al jondo del café. Un bulto cheloso acababa de sumirse en la cantera, como una araña de pañal.

—¡Alistéyense!

Lo dijo bajito y sereno. Se véiya nomás que aquel era su ojicio. En aquel aguarde breve, se oyó, claramente, cómo las seis lenguas de acero de los calibres se tragaban la bala, chasqueando, sin mascarla. Dos jlores de fuego brotaron al cruce de la garganta, rajando con su estrépito el vidrio de la montaña. Los ecos fueron arrimerando las detonaciones con jactancia, como monedas de plata.

A una seña del sargento, todos se echaron de panza, al desperdigo, escogiendo al azar la mampuesta. Fue aquella barranca como una guarida de rayos en brama, despedazándose unos a otros amordidas por la hembra, aquella raya oscura trazada firme en la montaña por el puñal de los siglos.

                                                ***
Saliendo a la orla del embudo de aquella tremenda barranca del Berrido que una hora antes hiciera honor al nombre, cuatro hombres en fila, jadeantes y ensangrentados, pararon al pie de los pinos. Traiban las manos a la espalda y los dedos gordos bien socados con pita. Sosteniendo al último, que apenas caminaba, el sargento Vanegas, calibre en bandolera, los pastoriaba delgado y sereno, echado atrás el quepis y un puro entre los dientes.

—Arrepónganse tantito, desgraciados.

Jalando un macho barcino, cargado con ollas y trebejos, asomó un soldado. Amarró y se tiró en la grama a la bartola.

—¡A la gran babosa, mi sargento, es bien jodida esta lagor!...
—Date por suertero, desgraciado... ¿No bis visto cómo quedaron panzarriba tus cheros?
—Dice bien, Vanegas, ya vide que Dios nos quiere...
—O no nos quiere... asigún...

El viento de la noche chiflaba tristemente en los pinares.

CUENTOS DE BARRO ---SALARRUE---