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martes, 31 de enero de 2012

DE CAZA




Al pie del palón quemado, que era como una astilla de noche en medio del llano pelón donde la rastrojera tenía un dorar de kakevaca, los dos tiradores se acurrucaron, agarrados a las escopetas; y allí, sumergidos en el agua grata de aquella sombra de esqueleto, descansaron de matar.
El mediodía caiba de lado, por ser verano. Del cielo blanco bajaba, ondeante, una atarraya de plata caliente. Las montañas, a lo lejos, sedeaban azul-violeta. Sobre el llano, en el aire, y en sombra sobre el suelo, la zopilotada volteaba: mariposones negros, quemándose la vida en la llama del sol.
El viejo Calistro se entretenía en puyar con un palito la pechuga gris del conejo muerto. El chele Damacio jumaba lentamente el descanso.

—Tá gordo este baboso. Y se riye, el hijuepuerca.
—¡Ajú!... de satisfecho...
—Te
 lo cambeyo por las cinco palomas.
—¡No
 joda, compadre!, ¿cinco cartuchos por uno, no?
—Pero hijo, tentá, tentá...
Le
 hundía los dedos huesudos en la piel suave, que se escurría rugosa.
—Tres le doy, compa.
—¡Achís!...

A lo lejos se oyó un disparo. Luego otro. El silencio del mediodía se desgarraba, como una película de coágulo sobre un estanque; poco a poco las desgarraduras iban cerrándose, hasta que la cerrazón de calma recobraba su pesantez.

—Esos han de ser Mateyo y Julián.
—O Filadelfo, que agarró dése lado.
         —Palomas han destar matando, los babosos.
—No creya, compa: en esa montañita hay mucho conejo.
—Náufrago, en el viento perezón, llegó un grito.
—¡Aíjaaa!...

        Luego palabras, con las letras borradas.

       —¿Qué dice, oyó?
—Es Mateyo.

El chele Damacio dejó la escopeta apoyada en el morral; se puso en pie; hizo una concha con la mano y gritó engallado:
—¡Ooiii!... ¡Mateyóoo!...

Bien distintas llegaron del monte estas palabras:

—¡Aivelvenado!...

El viejo Calistro se puso en pie.

—¿Brán hallado venado esos desgraciados, hombre?
—Lo vienen sabaniando.

Se óiba quebrazón de ramas y choyeo de hojarascas.

—Aprepárese, compa, que viene por aquí.
—¿Nos tarán tirando esos jodidos, vos?
—No creya, pueden ber desescondido algún cabrón désos.

La tronazón de ramas venía cerquita, por la ceja del monte. El viejo Calistro corrió a todo correr, haciendo sonar los cartuchos de la bolsa. El chele liba a la zaga.
Un último grito, cercano, se oyó:

—¡Ai va, O!...

Bruscamente, con irrumpe de ventarrón, volante como sombra de raudo gavilán un venado brotó, eléctrico, del ramazal al rastrojo, tamborileando su terror en el suelo polvoso y tirándose al descampado como a la muerte. Detrás de él venía la bala. Humo, gritos, polvo, hojas al viento. El venado se hundió en la cueva del eco, arrebatado por un terror avaro. En el suelo, y en su propia sangre, se devanaba el viejo Calistro comiéndose la tierra caliente a bocaradas, bajo el sol.

Mateyo, al darse cuenta, tiró la escopeta y huyó por el bosque. Los otros dos se miraban, aterrados, a uno y a otro lado de aquel abismo de agonía. El polvo se bía ido asentando. De bruces en los terrones ennegrecidos por la sangre, el cuerpo del viejo se estremecía, intermitentemente. Cuando quedó al fin quieto, ya nadie había alrededor; sólo al pie del palón quemado, que era como una astilla de noche en medio del llano pelón, el conejo sedoso y tranquilo se reiba, mostrando al cielo sus afilados dientecillos roedores, de satisfecho...

CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ---



lunes, 30 de enero de 2012

EL BRUJO




—¿Ya salió la luna, vos?...
—Creyo que no...

Con los ojos deslumhrados por el candil, Chema salió del caidiso del rancho y afrentó la noche. La tinta del cielo había ido destiñéndose poco a poquito, mientras que la de los árboles había permanecido firme; por lo cual las ramas secas de los chilamates y las mangas deshilachadas de las hojas de plátano, destacaban juerte su silueta sobre el celestito despejado, onde las estreyas parpareaban friolentas. También el alero del caidiso, en el rancho, dibujaba negras sus pestañas de zacate y su dentadura de teja senefiada y cholca. Como el rancho estaba escondido en medio del platanar, el suelo seguía oscuro, afondado en aquel silencio clareante. Chema se fue, como quien se desentume, por la veredita que serpeaba entre el boscaje. Al poco rato desembocó en el potrero abierto y llano hasta topar. Allí era como el día: un día azulito y fresco, tiernito, pegado a la noche como descondidas. La luna, enorme, venía acabando de arrancar del cerro, dormido de culumbrón como un cipote.

—¡Veya, qué luna!... —se dijo casi entre dientes.

Agarrado del cerco, con un caite en la alambrada, Chema le chifló un son a la luna. A lo lejos, seoiba clarito bajar el río. Como rogantes, arrodillados y cabizbajos en medio de la pradera, había dos o tres caulotes; en cambio el tronco escueto y quemado del volador, amenazaba con sus muñones impotentes al cielo. Una brisa chiquiadora estremecía el pajonal como una piel de gato. Se venían caracoles de olor, que hacían suspirar: olor a monte extraviado, a noche ricién bañada, olor a caminito (qués con anisiyo); olor aperdidero (qués con albajaca)...

La luna iba trepando despacito; uno quiotro chucho ladraba al desperdigo y en el lejano camino
carretero, el polvo volaba alirroto y caiba otraaguelta desfallido.
Chema paró de chiflar y continuó cantando una versaina. Paso a paso se volvió al rancho por entre el manoteo del platanar, ya clareante y platero con los filos de la luna.

—¡Felipió!... Ya asomó la luna...
—Amonós, pue. Son mero las nueve.
—¿No
 será pecado, mano?...
—¡Si quiere quédese, yo no lo juerzo, babosada
!...

Los dos hermanos ensillaron, entre una música insípida de albardas tamborileras y frenos tintineantes; alejándose luego por el camino blanco, donde el polvo se había hecho pesado. El blancor de aquella fueya cruzaba el llano. Las estrellas titilando, los pocuyos en el aire, las ranas en el agua de los regadíos y los cascos en la tierra fofa, parecían concertarse en un solo e infinito palpitar monótono del corazón de los elementos. Fuego, aire, agua y tierra aunaban sus pulsaciones en la noche, agravando el silencio.

La soledad era completa. Llegados al pie de las tres ceibas deshojadas, de ramazones bajeras ya gujereadas o carcomidas por los siglos, pararon sobre el enrejado de sombra y desmontaron. El cerro redondo desde allí aparecía como una piedrenca musgosa, a la vera de un muy ancho y desolado camino

                                       ***

Felipe y Chema eran hermanos a la pura juerza; hubieran deseado no serlo. Chema era el menor y por tanto aguantaba más la hermandad. Vivían solitarios en el rancho de aquella joya y la fatalidad los había unido al fin en un solo interés. Estaban enamorados de dos hermanas y las fuerzas empleadas en el asedio habían fracasado por completo. La Chabela no miraba mal a Chema, pero no lo dejaba pasar de ciertos límites; en cambio, la Lorenza rechazaba de plano las pretensiones de Felipe. Ahora iban ellos a quemar el último cartucho. Felipe había oído una vez, de labios del brujo Manuel Mujica, que en cuestión de amores nunca fallaba la oración del puro, cuando se ejecutaba de ley. A eso había arrastrado esta noche al hermano, haciéndole beber cuatro leguas de temor y de esperanza.

La casa de Manuel Mujica estaba encumbrada en el hombro del cerro, entre papayos que iban de romería, en ringla, bajando la loma con sus alforjas al nombro. En la inmensidá del mundo, eran como cirios verdes y grumosos ante el altar del cielo; altar ennubado, donde la Virgen del maleficio pone su pie de plata sobre la luna.

A pie habían llegado hasta allí, por veredas acharraladas y pedregosas, tan empinadas que las bestias no hubieran podido trepar sin peligro. Habían subido del lado de la sombra y, cuando cumbrearon al jaz de la paré de adobe de la casa del brujo, la luna los pintó de yeso y de carbón. Rondaron la casa hasta dar con la puerta de tablas, que estaba cerrada, pero con luz en las heridas. Felipe llamó, golpeando con el dedo. La voz de Mujica se oyó friolenta de vejez:

—Rempujá, Felipió...

Felipe empujó y entró, seguido de Chema, quien llegaba aflegido a la vez que curioso.

El brujo estaba sentado en una calavera de vaca y envuelto en un perraje colorado. Tenía por delante un hornillo, sobre una mesita; y en él echaba, al descuido, granitos de una resina que jedía acacho. Era consumido y de ojos nublados, prieto como laja de dulce amelcochado y con bigote gris en las puntas de la boca. Al mirarle con cuidado la nuca y las manos, parecía como hecho de hule en bruto. Les ofreció taburete.

—¿Qué les sirvo, mucha, la oración del puro o el muñeco de cera?

Chema no comprendía. Felipe se puso grave.

—Para éste —dijo con voz temblona— la oración; para mí, una muñeca con aljiler en el mero corazón.

Un ligero ruido que venía del techo sobresaltó al hermano menor. Miró las vigas. A la luz temblona del fuego, vido, horrorizado, que las varas se bían hecho culebras y siban deslizando despacito, con vueltas de trépano. Se puso de pie espantado.

—No se espante, hijito: son las masacuatas que tengo para que se coman los ratones. Nuacen nada, son mansas como gatos.

                              ***

—¡Aunque no me quiera, yo nuago esa papada!
—No seya pendejo, lo va querer esa babosa pa que liarda a lotra, qués la consejista de que no lo tope.
—¡Mire, Felipe, mi
 nana no nos crió pa malos: arrecuerde sus consejos!
—¡Pues váyese al chorizo, istúpido, y jódase!...

Desde aquel día se separaron para siempre. Felipe empezó a poner en práctica las lecciones de Manuel Mujica. Pa la Lorenza la muñeca; y pa la Chabela, y a su propio favor, el puro

                  ***

Un día Chema los topó en el ojo diagua, diciéndose secretos, sentados en la ráiz del tamarindo. Taba puesta la tormenta y había un oscuro lleno de inquietud. Se habían parado las hojas, como si el aire se biera coagulado. Entre los besos del agua en el pedrero, se oiban besos de labio. No pudo contenerse. Una nube espesa de celos, más tormentosa y relampagueante que la del cielo, le cegó un instante. Llegó, trémulo, por la espalda y clavó su daga de un golpe.

                                 ***
La tormenta llenó el mundo con su furia imponente. Como un látigo, caiba el rayo sobre las espaldas impotentes de los volcanes encogidos, que huían en grupos. El río rugidor arrastraba, entre el lodo y la leña, un muñeco infeliz, con un aljiler clavado en el mero corazón.

Cuentos de Barro --Salarrue--

sábado, 28 de enero de 2012

LA PETACA




Era pálida como la hoja-mariposa; bonita y triste como la virgen de palo que hace con las manos el bendito; sus ojos eran como dos grandes lágrimas congeladas; su boca, como no se había hecho para el beso, no tenía labios, era una boca para llorar; sobre los hombros cargaba una joroba que terminaba en punta. La llamaban la peche María.

En el rancho eran cuatro: Tules, el tata; la Chón su mama, y el robusto hermano Lencho. Siempre María estaba un grado abajo de los suyos. Cuando todos estaban serios, ella estaba llorando; cuando todos sonreían, ella estaba seria; cuando todos reían, ella sonreía; no rió nunca. Servía para buscar huevos, para lavar trastes, para hacer rír...

—¡Quitá diay, si no querés que te raje la petaca!
—¡Peche, vos quizás sos lhija el cerro!
Tules decía:
—¡Esta indizuela no es feya; en veces mentran ganas de volarle la petaca, diún corvazo!

Ella lo miraba y pasaba de uno a otro rincón, doblada de lado la cabecita, meciendo su cuerpecito endeble, como si se arrastrara. Se arrimaba al baúl, y con un dedito se estaba allí sobando manchitas, o sentada en la cuca, se estaba ispiando por un hoyo de la paré a los que pasaban por el camino.

Tenían en el rancho un espejito nublado del tamaño de un colón y ella no se pudo ver nunca la joroba, pero sentía que algo le pesaba en las espaldas, un cuenterete que le hacía poner cabeza de tortuga y que le encaramaba los brazos: la petaca.

                                      ***

Tules la llevó un día onde el sobador.

—Léi traído para ver si usté le quita la puya. Pueda ser que una sobada...
—Hay que hacer perimentos  defíciles, vos, pero si me la dejás unos ocho días, te la sano todo lo posible.

Tules le dijo que se quedara.
Ella se jaló de las mangas del tata; no se quería quedar en la casa del sobador y es que era la primera
vez que salía lejos, y que estaba con un extraño.

—¡Papa, paíto, ayéveme, no me deje!
—Ai tate, te digo; vuá venir por vos el lunes.

El sobador la amarró con sus manos huesudas.

—¡Andáte ligero, te la vuá tener!

El tata se fue a la carrera.
El sobador se estuvo acorralándola por los rincones, para que no se saliera.
Llegaba la noche y cantaban gallos desconocidos. Moqueó toda la noche. El sobador vido quera chula.—Yo se la sobo; ¡ajú! —pensaba, y se reiba en silencio

Serían las doce, cuando el sobador se le arrimó y le dijo que se desnudara, que liba a dar la primera sobada. Ella no quiso y lloró más duro. Entonces el indio la trincó a la juerza, tapándole la boca con la mano y la dobló sobre la cama.
—¡Papa, papita!...

Contestaban las ruedas de las carretas noctámbulas, en los baches del lejano camino.


                                 ***
El lunes llegó Tules. La María se le presentó, gimiendo... El sobador no estaba.

—¿Tizo la peración, vos?
—Sí, papa...
—¿Te dolió, vos?
—Sí, papa...
—Pero yo no veo que se te rebaje...
—Dice que se me vir bajando poco a poco...

Cuando el sobador llegó, Tules le preguntó cómo iba la cosa.

—Pues, va bien —le dijo—, sólo quiay que esperarse unos meses. Tiene quírsele bajando poco a poco.

El sobador, viendo que Tules se la llevaba, le dijo que por qué no la dejaba otro tiempito, para más seguridá; pero Tules no quiso, porque la peche le hacía falta en el rancho.

Mientras el papa esperaba en la tranquera del camino, el sobador le dio la última sobada a la niña.

Seis meses después, una cosa rara se fue manifestando en la peche María.
La
 joroba se le estaba bajando a la barriga. Le fue creciendo día a día de un modo escandaloso, pero parecía como si la de la espalda no bajara gran cosa.

—¡Hombre! —dijo un día Tules—, esta babosa embarazada.
—¡Gran poder de Dios! —dijo la nana.
—¿Cómo jue la peración que tizo el sobador, vos?

Ella explicó gráficamente.

—¡Aijuesesentamil! —rugió Tules— ¡Mianimo ir a volarle la cabeza!

Pero pasaba el tiempo de ley, y la peche no se desocupaba.
La partera, que había llegado para el caso, uservó que la niña se ponía más amarilla, tan amariya, que se taba poniendo verde. Entonces diagnosticó de nuevo.

—Esta lo que tiene es fiebre pútrida, manchada con aigre de corredor.
—¿Eee?...
—Mesmamente; hay que darle una güeña fregada, con tusas empapadas en aceiteloroco, y untadas con kakevaca.

Así lo hicieron. Todo un día pasó apagándose; gemía. Tenían que estarla voltiando de un lado aotro. No podía estar boca arriba, por la petaca; ni boca abajo, por la barriga.
En la noche se murió.
Amaneció tendida de lado, en la cama que habían jalado al centro del rancho. Estaba entre cuatro candelas. Las comadres decían:

Pobre; tan güena quera; ¡ni se sentía la indizuela, de mansita!
—¡Una santa! Si hasta, mirá, es meramente una cruz!

Más que cruz, bacía una equis, con la línea de su cuerpo y la de las petacas.
Le pusieron una coronita de siemprevivas. Estaba como en un sueño profundo; y es que ella siempre estuvo un grado abajo de los suyos: cuando todos estaban riendo, ella sonreía; cuando todos sonreían, ella estaba seria; cuando todos estaban serios, ella lloraba; y ahora, que ellos estaban llorando, ella no tuvo más remedio que estar muerta.

CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ---





jueves, 26 de enero de 2012

EL SACRISTAN




Se llamaba Agruelio; era casi joven, casi viejo; su cara era rostro. Sonreiba beatíficamente, con la dulzura triste de las bocas sin dientes. Era moreno; de pelo gris; de ojos grises; de manos grises; de trajegris, de alma gris... Iba siempre agachado; iba, por el corredor del convento, por el suelo de la Iglesia siempre desierta, arrastrisco como una cuca, como ratón. Tenía quién sabe qué de solterona, a pesar deque, en aquel paradójico hogar donde la falda era masculina, daba la idea de la esposa del cura. Los tacones de sus zapatos burros no podían olvidar el martillo del zapatero; martillaban constantemente el eco, impregnado de incienso, de aquella tumba fresca.

Agruelio salía de allí muy pocas veces. Era una especie de topo parroquial. De cuando en cuando se aventuraba en el atrio, para ver la hora en el reloj de la torre. Miraba a la calle, como quien mira al mar; miraba al reloj, como quien consulta los astros. El mirar tan alto le mareaba. Frotaba sus cejas felpudas y breñosas, y entraba tambaleante a su cueva. Tak, tak, tak,... los tacones, buscadores de tesoros. La nave del templo iba perdida en una tempestad de silencio, izadas todas las velas de esperma con sus fuegos de San Telmo. En la popa, como un mesana desmantelado, iba el crucifijo.

Agruelio era devoto de Santo Domingo. Santo Domingo vivía en el rincón más olvidado del crucero de la iglesia.

Era aquél un rincón arrinconado, oscuro, frío. La casa del santo era un altar antiguo, de un dorado de kakaseca; ornamentado churriguerescamente con espirales terrosas, guirnaldas de mugre, gajos de uvas, piñas, granadas, pájaros muertos, mazorcas de máis y rosas petrificadas. Tenía en la portada unos pilares como pirulíes, unas columnitas de pan francés, unos capiteles de melcocha; y, por las paredes, hojas, hojas, bejucos; meditas, chirolas, colas de alacrán y arañas de verdad.

De pie en el portal, el santo, todo vestido de negro y blanco, miraba lánguidamente tras el vidrio del camarín. Tenía en una mano una bomba de anarquista, y en la otra un libro como un ladrillo; a sus pies, un chuchito de circo. Su rostro era lampiño, a pesar de la barba postiza de madera. Era calvo el pobre; y miraba como con hambre.

Agruelio lo amaba; se parecía algo a él, de tanto contemplarlo. Se robaba las candelas del Niño de Atocha (que era el menos respetable, por lo cipote) y se las iba a poner a su patrono. Tenía celos de una vieja, que le disputaba la predilección. La vieja le adelantaba en limosnas. En aquel rincón oscuro, se marchitaban hasta las rosas de papel. El llanto de las candelas se había cuajado en la mesa de lata. Los rezos habían atraído algunas avispas, que panaleaban en las cornisas.
              
                              ***

Aquella madrugada, Agruelio se había levantado como siempre, a impulso de su presentimiento de gallo que conoce la vecindad del sol. Entró a la iglesia con un portazo. Anduvo preparando el vino para la misa de cinco. Luego fue, taconeando, a encender las candelas. Dejó la vara en un rincón y subió al campanario para dar el primer toque.

Su mano gris, agarrada del badajo, se puso a tirar sobre el pueblo dormido grandes anillos sonoros, que caían ondulando, ondulando; abriéndose, abriéndose..., hasta llegar a la orilla del cielo, donde despuntaban ligeros clarores. Luego, Agruelio bajó chas, chas, chas, de grada en grada; siempre arrastrisco, apoyándose con una mano en la pared del caracol. En la oscurana, las candelas pintaban claro con sus brochitas azules. Los murciégalos entraban, borrachos, huyendo del día; escupían y se colgaban, como tasajos, en las vigas; uno que otro rozaba la cara del sacristán, con su cuerpo de gumeyo pasado.

—¡Estos babosos!... ¡Shé!...
Quería quitárselos a manotadas, como a moscas. No le casaba mucho el pañueleo espeluznante de las alas de carne.
—¡Bían dihacer recogida, con estos ratones volantes! Tienen carediablo, dientes, pelos y juman... ¡Papadas!...

Se fue derecho al crucero. Al llegar frente al altar de su devoción, se arrodilló persignándose; cruzó los brazos, y, elevando su rostro un poquito ladiado, lo endulzó humillándolo, mientras dejaba caer una plegaria.

Fue entonces cuando el terremoto, que había estado un siglo con el pelo cortado, haciéndose elbabieca, entró de golpe en la iglesia: y, como un nuevo Sansón, agarro las columnas y sacudió. Agruelio tuvo tiempo de ponerse en pie.

—¡Santo Dios, santo juerte!...

Era tarde. El patrono había soltado su bomba de anarquista. Tambaleó el altar, desmoronándose como una torta seca; se rajó el muro tremendo; y el santo perdiendo los estribos, vino a dar en la cabeza de Agruelio con su ladrillo bíblico.


 Cuentos de Barro --Salarrue--

miércoles, 25 de enero de 2012

SEMOS MALOS

SEMOS MALOS CUENTOS DE BARRO


Loyo Cuestas y su «cipote» hicieron un «arresto», y se «jueron» para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en la bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de «lata» monstruosa que «perjumaba» con música.


-Dicen quen Honduras abunda la plata.

-Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen...

-Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán trés choya.

-¡Ah!, es que el cincho me viene jodiendo el lomo.

-Apechálo, no siás bruto.

«Apiaban» para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de «zunzas», las «taltuzás» comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces «bían» visto el rastro de la culebra «carretía», angostito como «fuella» de «pial». Al «sesteyo», mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un «fostró». Tres días estuvieron andando en lodo, atascado hasta la rodilla. El chico lloraba, el «tata» maldecía y se «reiba» sus ratos.

El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de «pasantes». Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie «diún palo» y pasaban allí la noche, oyendo cantar los «chiquirines», oyendo zumbar los zancudos «culuazul», enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.

-¡Tata: brán tamagases?...

-Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas.

-Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan.

-Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.

-Es que currucado no me puedo dormir luego.

-Estírate, pué...

-No puedo, tata, mucho yelo...

-¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué...

Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un «tapexco»; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara «añudada» de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano. Los primeros «clareyos» los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en la «manga» rota, sucia y rayada como una cebra.

Pero Honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres... Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja -como en los tiempos primitivos- tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.

Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar «chingastes» de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado «olisco».

-Te dijo ques fológrafo.

-¿Vos bis visto cómo lo tocan?

-iAjú!... En los bananales los ei visto...

-¡Yastuvo!...

La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.

Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los «blanquiyos» manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su «cipote» huían a pedazos en los picos de los «zopes»; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino...

Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche.

Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.

Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y desesperada, la «prima» lamentaba una injusticia.

 "Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron…

Uno de ellos se echó llorando en la manga. El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo barrioso, donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:

 - Semos malos.

Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas…"

CUENTOS DE BARRO  --SALARRUE--