Al pie del palón quemado, que era como una astilla de noche en medio del llano pelón donde la rastrojera
tenía un dorar de kakevaca, los dos
tiradores se acurrucaron, agarrados a las escopetas; y allí, sumergidos en el
agua grata de aquella sombra de esqueleto, descansaron de matar.
El mediodía caiba de lado,
por ser verano. Del cielo blanco bajaba, ondeante, una atarraya de plata caliente.
Las montañas, a lo lejos, sedeaban
azul-violeta. Sobre el llano, en el aire, y en sombra sobre el suelo, la zopilotada
volteaba: mariposones negros, quemándose la vida en la llama del sol.
El viejo Calistro se entretenía en puyar con un palito la pechuga gris
del conejo muerto. El chele Damacio jumaba lentamente el descanso.
—Tá gordo este baboso. Y se riye, el hijuepuerca.
—¡Ajú!... de satisfecho...
—Te lo cambeyo por las cinco palomas.
—¡No joda, compadre!, ¿cinco cartuchos por uno, no?
—Pero hijo, tentá, tentá...
Le hundía los dedos huesudos en la piel suave, que se escurría rugosa.
—Tres le doy, compa.
—¡Achís!...
—¡Ajú!... de satisfecho...
—Te lo cambeyo por las cinco palomas.
—¡No joda, compadre!, ¿cinco cartuchos por uno, no?
—Pero hijo, tentá, tentá...
Le hundía los dedos huesudos en la piel suave, que se escurría rugosa.
—Tres le doy, compa.
—¡Achís!...
A lo
lejos se oyó un disparo. Luego otro. El silencio del mediodía se
desgarraba, como una película de coágulo sobre un estanque; poco a poco las
desgarraduras iban cerrándose, hasta que la cerrazón de calma recobraba su pesantez.
—Esos han de ser Mateyo y Julián.
—O Filadelfo, que agarró dése lado.
—O Filadelfo, que agarró dése lado.
—Palomas han destar
matando, los babosos.
—No creya, compa: en esa montañita hay mucho conejo.
—Náufrago, en el viento perezón, llegó un grito.
—¡Aíjaaa!...
—No creya, compa: en esa montañita hay mucho conejo.
—Náufrago, en el viento perezón, llegó un grito.
—¡Aíjaaa!...
Luego palabras, con las letras borradas.
—¿Qué dice, oyó?
—Es Mateyo.
—Es Mateyo.
El chele Damacio dejó la escopeta apoyada en el morral; se puso en pie;
hizo una concha con la mano y gritó engallado:
—¡Ooiii!... ¡Mateyóoo!...
—¡Ooiii!... ¡Mateyóoo!...
Bien distintas llegaron del monte estas palabras:
—¡Aivelvenado!...
El viejo Calistro se puso en pie.
—¿Brán hallado
venado esos desgraciados, hombre?
—Lo vienen sabaniando.
Se óiba quebrazón de
ramas y choyeo de hojarascas.
—Aprepárese, compa, que viene
por aquí.
—¿Nos tarán tirando esos jodidos, vos?
—No creya, pueden ber desescondido algún cabrón désos.
—¿Nos tarán tirando esos jodidos, vos?
—No creya, pueden ber desescondido algún cabrón désos.
La tronazón de ramas
venía cerquita, por la ceja del monte. El viejo Calistro corrió a todo correr, haciendo
sonar los cartuchos de la bolsa. El chele liba a la zaga.
Un último grito, cercano, se oyó:
Un último grito, cercano, se oyó:
—¡Ai va,
O!...
Bruscamente, con irrumpe de
ventarrón, volante como sombra de raudo
gavilán un venado brotó, eléctrico, del ramazal al rastrojo, tamborileando su
terror en el suelo polvoso y tirándose al descampado como a la muerte. Detrás de él venía la bala. Humo, gritos, polvo,
hojas al viento. El venado se hundió en
la cueva del eco, arrebatado por un terror avaro. En el suelo, y en su propia sangre, se devanaba el viejo Calistro
comiéndose la tierra caliente a bocaradas, bajo el sol.
Mateyo, al darse cuenta, tiró
la escopeta y huyó por el bosque. Los otros dos se miraban, aterrados, a uno y
a otro lado de aquel abismo de agonía. El polvo se bía ido
asentando. De bruces en los
terrones ennegrecidos por la sangre, el cuerpo del viejo se estremecía,
intermitentemente. Cuando quedó al fin quieto, ya nadie había alrededor; sólo
al pie del palón quemado, que era como una astilla de noche en medio del llano pelón, el conejo sedoso y
tranquilo se reiba, mostrando al
cielo sus afilados dientecillos roedores, de satisfecho...
CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ---
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