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martes, 24 de enero de 2012

EL CONTAGIO





Después del aguacero de la noche, había clareado gris, mojado, encharcado, invernicio... Venía la mañana en ondas frescas, anegando la oscuridad. Todavía no daban sombra las cosas; las sombras eran diluyentes, borrosas como luz golpeada, como humedad de sal. Se venía el olor jelado del cielo, con algo de amoníaco y algo de ropa limpia. Silbaba, único, un pajarito invisible en un árbol frondoso; silbaba con dulzura de agüita plateada. Las hojas nadaban en los remansos de brisa, como pececitos oscuros. Iba clareando... Y el alma, como los matorrales, estaba empapada de felicidad.

En la casa de la finca, el patio cuadrado dormía aún. Por el lodito habían pasado los chuchos. Una teja salediza se había quedado contando gotas azules, sobre un charquito que, abajo, bailaba trompos diagua. Salía el humo de la galera, como una parra celestial. Don Nayo, enrollada en la nuca una toalla barbona, venía por el corredor. Con el bastón abría un hoyito, y sembraba una tos; abría un hoyito, y sembraba una tos. Los murciégalos se iban enchutando en las rendijas oscuras del tabanco, como pedradas de noche.

A lo lejos, lejos, los gallos abrían puertas chillonas. El día se tambaleaba indeciso, bajo la nubazón sucia, como carpa de circo pobre.

Don Nayo llegó al portón. No podía enderezar la cabeza, porque su nuca estaba paralizada; lo cual le daba un vago aspecto de tortuga mareña. Miró al cielo de reojo; aspiró el olor de los limones; se puso el palo bajo el brazo y llamó aplaudiendo.

—¡Cande!...
          
         La Cande gritó desde la cocina:

          —¡Mandé!...
—Date priesa...

La Cande atravesó el patio dejando su priesa pintada en el suelo. Era quinzona, rubita, gordita,
nalgona, chapuda y sonreiba constantemente. Daba la impresión de bañada, dentro del traje pushco y jediondo.

—¿Qué quiere, tata?...

El viejo le alcanzó la oreja al tanteyo.

—Babosa, no téi dicho que cuando vengas a trer lagua, cerrés bien la palanquera!

La campaneó tantito y, arreándola, con el palo enarbolado, la siguió hasta el platanar.

—¡No cierre, anímala, espere que salgan las yeguas!: ¿no ve que están allá?...

Tres yeguas secas estaban olisqueando en la huerta. Sobre las eras de nardos se veían los hoyos de los cascos. Se fueron aculando despacio contra la cerca; y, cuando la Cande les cortó el paso, saliendo del breñal con un chirrión en alto, las tres bestias dieron un respingo nervioso y huyeron por la puerta hacia el potrero. A lo lejos, seguía oyéndose el galope con su patacón, patacón, patacón...

Había amanecido. El viento madruguero había ido cogiendo cada estrella con dos dedos, soplándolas como mota de ángel, hasta desaparecerlas. Por un descascarado de nubes, se miraba la paré del cielo, ricién untada de azul. Los volcanes bostezaban, en camisón de dormir. Pringaba.
—Traiga el canasto, Cande: vamos a pepenar los nances y los limones.

La Cande fue por el canasto. Bajo el limonero, el suelo doraba. Olía a mañana. Daba lástima desarreglar el paisaje enfrutado. Don Nayo y la Cande fueron pepenando, uno a uno, los limones. Más abajo, al haz de un granado, estaba el nance. El suelo aparecía cundido. La ladera había llevado rodando los nances hasta bien lejos. Parecía como si a la planta se le hubiera roto el hilo de un inmenso collar.

—Tempapado el monte, tata.
—Cuidá de no empuercar el vestido.
—Afíjese que anoche soñé el Contagio...
—¿Eh?...
—Era un endizuelo así, sapito, con buche y con una cosa feya aquí.
—¿Onde?
—Aquí...

Seguían cayendo limones, que quedaban medio hundidos en el lodo negro. A orillas de la acequia se oía una fiesta de sanates. Bajo los charrales empezaron a rascar las gallinas, haciendo sonar las hojas marchitas. Los grillos se habían ido consumiendo en el claror.

—Mero horrible, el indizuelo; y me chunguiaba.
—¿Te qué?...
—Me guasiaba y me chunguiaba, en un cuento como cuarto oscuro... ¡Uy!... Es que            
     comí chacalines...
—De
 juro que eso jue...
—Écheme
 una mano, tata.

Don Nayo le ayudó, como pudo, a ponerse el canasto en la cabeza. La Cande lo sostenía con ambas manos; las mechas le caiban por la cara; con un respingo se afirmó, equilibró el espinazo; sacó la puntita roja de la lengua y se alejó hacia la casa, con rítmico andar.
Don Nayo miraba alejarse a su hija. Pensó: «Es guapa, es güeña, la chelona»; se sonrió, con sonrisa de arruga. Los gallos abrían a lo lejos fantásticas puertas; por ellas entró bruscamente un chorro de sol.
                                   ***
Don Nayo paró a su mujer en la mitad del dormitorio.

—Mirá, Lupe —le dijo—, andá con cuidado con la Cande: ya maliseya...
—¿Eh?...
—No me gustan tantito, sus caídas diojos, sus pandiadas al pararse. Méi fijado que deja a ratos de moler y se come las uñas; además, le ondeya el pecho como a las palomas. Andá con cuidado, te digo...
—Dice bien, Nayo; yo también la héi oservado. Se chiqueya, sin querer; se mira nel espejo, cada vez quentra aquí; y, a ratos, da brincos de calofriyo. También no me gustan las cosas que me cuenta. Dice quel otro día, cuando Nicho la tentó jugando, sintió un burbujeyo extraño. Además se le van los ojos, coge juergo a cada rato, le pica la palmelamano.
—Pa que veyás. Andále con tiento, no se nos descantiye con algún malvado.
—Decíle al Nicho que no liaga tanta fiesta.
—Se lo vuá poner en conocimiento, a ese infeliz.
                                               
                                                                        ***
Zarceaba el viento en la palazón de los conacastes, como en una guitarra destemplada; el sol entraba ya en la hindidura dialcancía del horizonte. En el cielo, las nubes mostraban choyones desangrados. Las golondrinas inspeccionaban el velamen recién izado de la tarde; en el callar, la tierra daba bordazos de sombra.
Por el camino venía Don Nayo, lento y tosigoso. La Lupe lo esperaba en la palanquera.

—¿Qué lihubo, Nayó?...
—Los casaron. Los juí a dejar al terreno. Tan contentos.
—¿Le
 arvertiste a Nicho de lo que te dije?...
—Más valiera no me
 bieras dicho jota, miás azorrado con el yerno.
—¿Eh?... ¿Por qué?...
—Cuando lo llamé aparte y le recomendé que la tratara con primor, no fuera ser que se asustara, se echó a rir y me dijo: «No siaflija por babosadas, esa yes cosa antigua: asigún colijo, la tengo ya empreñada dende hace un mes».
—¡La
 Virgen del Martirio!
—Y
 parecía que no quebraba un plato...
—Güeno, después de todo, arrecuérdese, Nayo, de nosotros, cómo
 hicimos...
—Decís bien, es el Contagio...

La tarde se había perdido a lo lejos, dejando como estela un espumarajo de estrellas; sobre la arena del mundo, los árboles negros se movían como cangrejos.

CUENTOS DE BARRO  --SALARRUÉ--

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