Se llamaba Agruelio; era casi
joven, casi viejo; su cara era rostro. Sonreiba beatíficamente, con la dulzura
triste de las bocas sin dientes. Era moreno; de pelo gris; de ojos grises; de
manos grises; de trajegris, de alma gris... Iba siempre agachado;
iba, por el corredor del convento, por el suelo de la Iglesia siempre desierta,
arrastrisco como una cuca, como ratón. Tenía quién sabe qué de solterona, a pesar deque, en aquel
paradójico hogar donde la falda era masculina, daba la idea de la esposa del
cura. Los tacones de sus zapatos burros no podían olvidar el martillo del
zapatero; martillaban constantemente el eco, impregnado de incienso, de aquella
tumba fresca.
Agruelio salía de allí muy
pocas veces. Era una especie de topo parroquial. De cuando en cuando se aventuraba
en el atrio, para ver la hora en el reloj de la torre. Miraba a la calle, como quien mira al mar; miraba al
reloj, como quien consulta los astros. El mirar tan alto le mareaba.
Frotaba sus cejas felpudas y breñosas, y entraba tambaleante a su cueva. Tak,
tak, tak,... los tacones, buscadores de tesoros. La nave del templo iba perdida en
una tempestad de silencio, izadas todas las velas de esperma con sus fuegos de San Telmo. En la popa, como un mesana desmantelado, iba el
crucifijo.
Agruelio era devoto de Santo Domingo.
Santo Domingo vivía en el rincón más olvidado del crucero de la iglesia.
Era aquél un rincón
arrinconado, oscuro, frío. La casa del santo era un altar antiguo, de un dorado de kakaseca;
ornamentado churriguerescamente con espirales terrosas, guirnaldas de mugre,
gajos de uvas, piñas, granadas, pájaros muertos, mazorcas de máis y rosas
petrificadas. Tenía en la portada unos pilares como pirulíes, unas columnitas de
pan francés, unos capiteles de melcocha; y, por las paredes, hojas, hojas,
bejucos; meditas, chirolas, colas de alacrán y arañas de verdad.
De pie en el portal, el santo,
todo vestido de negro y blanco, miraba lánguidamente tras el vidrio del camarín.
Tenía en una mano una bomba de anarquista, y en la otra un libro como un ladrillo; a sus pies, un
chuchito de circo. Su rostro era lampiño, a pesar de la barba postiza de madera. Era
calvo el pobre; y miraba como con hambre.
Agruelio lo amaba; se parecía
algo a él, de tanto contemplarlo. Se robaba las candelas del Niño de Atocha
(que era el menos respetable, por lo cipote) y se las iba a poner a su patrono.
Tenía celos de una vieja, que le disputaba la predilección. La vieja le adelantaba en
limosnas. En aquel rincón oscuro, se marchitaban hasta las rosas de papel. El llanto de las candelas se había
cuajado en la mesa de lata. Los rezos habían atraído algunas avispas, que
panaleaban en las cornisas.
***
Aquella madrugada, Agruelio se
había levantado como siempre, a impulso de su presentimiento de gallo que conoce la
vecindad del sol. Entró a la iglesia con un portazo. Anduvo preparando el vino
para la misa de cinco. Luego fue, taconeando, a encender las candelas. Dejó la
vara en un rincón y subió al campanario para dar el primer toque.
Su mano gris, agarrada del
badajo, se puso a tirar sobre el pueblo dormido grandes anillos sonoros, que
caían ondulando, ondulando; abriéndose, abriéndose..., hasta llegar a la orilla
del cielo, donde despuntaban ligeros clarores. Luego, Agruelio bajó chas, chas,
chas, de grada en grada; siempre arrastrisco, apoyándose con una mano en la
pared del caracol. En la oscurana, las candelas pintaban claro con sus brochitas azules.
Los murciégalos entraban, borrachos, huyendo del día; escupían y se colgaban, como tasajos, en las vigas; uno que
otro rozaba la cara del sacristán, con su cuerpo de gumeyo pasado.
—¡Estos babosos!... ¡Shé!...
Quería quitárselos a manotadas, como a moscas. No le casaba mucho el pañueleo
espeluznante de las alas de carne.
—¡Bían dihacer recogida, con estos
ratones volantes! Tienen carediablo, dientes, pelos y juman... ¡Papadas!...
Se fue derecho al crucero. Al llegar frente al altar de su
devoción, se arrodilló persignándose; cruzó los brazos, y, elevando su rostro
un poquito ladiado, lo endulzó humillándolo, mientras dejaba caer una plegaria.
Fue entonces cuando el
terremoto, que había estado un siglo con el pelo cortado, haciéndose elbabieca,
entró de golpe en la iglesia: y, como un nuevo Sansón, agarro las
columnas y sacudió. Agruelio tuvo tiempo de ponerse en pie.
—¡Santo Dios, santo juerte!...
Era tarde. El patrono había soltado su bomba
de anarquista. Tambaleó el altar, desmoronándose como una torta seca; se rajó el muro
tremendo; y el santo perdiendo los estribos, vino a dar en la cabeza de
Agruelio con su ladrillo bíblico.
Cuales son las ideas principales y secundarias del cuento?
ResponderEliminarputa toda la tarea queres que te hagan
EliminarBien interesante su pregunta, le recomiendo que vuelva a leerlo para que encuentre sus propias ideas del cuento sobre la realidad religiosa salbadoreña
Eliminarputa, no hacen paro ustedes va
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