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martes, 13 de marzo de 2012

LA ESTRELLEMAR



Genaro Prieto y Luciano Garciya estaban sentados en un troncón triste cadávere de árbol, medio aterrado en la playa, blanco en lo gris de la arena, y con ramas que eran brazos como de hombres que se meten camisas. Empezaba el sol del estero a dorar las puntas de los manglares. Era parada diagua; por eso, en golfo de azul tranquilo, el estero taba como dormido, rodeado de negros manglares, en cuyas cumbres el sol ponía a secar sus trapos dioro.
La isla, en medio, bía fondiado con sus peñascales nevados de palomas morenas; y era mismamente la cabeza de un gigante bañándose y quitándose el jabón. Empujando, ya sin juerzas, la inmensidá, pasó una garza: blanca, blanca, como luna bajera: triste, triste, como ricuerdo, y silencia como nube. El viento se sienta y se despereza desnudo; y el agua da un tastazo en la orilla llegando, como quien escribe, a mojar el pie achatado de Genaro. Al mismo tiempo una malla de plata ondea, luminosa y veloz, sobre la linfa del estero.

—¡Mire qué flus de chimbera, mano!...
—Ya la vide, vos, siés la mera cosecha.

Volvió a relampaguear la plata de aquella mancha de chimberas, poniendo en el agua teclados de luz.

—¡Qué cachimbazo, mano! Vaya a trerse la tarraya.

Luciano se puso en pie, obediente; dejó, de un golpe, clavado, el machete en una rama y se alejó, pintando arena, hacia el manglar. En un descampado estaba el rancho de palma. De una ramada de varas de tarro, extendida sobre el cielo como una telaraña, pendía, oriándose, la tarraya, con suchimbolero de plomos cayendo a modo de rosario.

                                                                                ***
Con el agua hasta el encaje, Genaro, abiertos los brazos y mordida loria del vuelo, iba al vadeyo, al vadeyo, presto el ojo y el óido atento. Luciano le seguía de cerca, con la cebadera de pitematate.

—Sian juído estas babosas. Ya mey  rendido de la brazada, con esta plomazón.
—Démela, mano; cambeye, a ver si yo tengo mejor dicha.
—¡Apartate, baboso, apartate! 

En el propio instante en que el sol asomaba su fogazón sobre el manglar de la isla, la culebra de brillo de la chimbera cruzó entre dos aguas, curveante y repentina. La malla, veloz, se abrió en el aire a modo de flor volante y traslúcida, graciosa y trágica, voraz y anfibia y, haciendo chiflar los plomos, se hundió en la linfa con la seguridad del felino que cae sobre la presa. Todo quedó en suspenso. Había ojos en cada onda esperando, esperando, mientras se recogía la tarraya. En la punta venía la colmena de espejuelos de la chimbera. Era como un sol de plata, brillando al sol de oro; bolsa de azogue, corazón de estero. Las chimberas caiban en la matata, como gotas de acero derretido, chisporroteantes y enredadizas.
De pronto, Genaro se quedó en suspenso. Entre las últimas chimberas venía una estrellemar de seis puntas. La cogió con los dedos y le empezó a dar vueltas.

—¡Una estreyemar de seis puntas, baboso: ya jodí!...
—¿Por qué, vos?
—No  
tiagás el bruto; ¿no sabés ques un ambuleto? ¿Quel que lo carga no lentra el corvo?
—¡Agüén, entonces lo vamos a partir mitá y mitá, mano! 
—¡No seya pendejo, mano!, ¿no ve que yo luei incontrado? Si lo partimos, ya núes de seis puntas ¿entiende?
—Entonces, juguémola; a los dos nos toca en suerte, dende el momento en que los dos nos hemos metido a pescar juntos.
—¡Coma güevo! Y déjese de babosadas, si no quiere pasar a más...

Discutiendo habían llegado a la playa. Genaro Prieto se había guardado la estrella en la bolsa del pantalón. Luciano García, con voz más calmada, insistía en que ambos tenían iguales derechos sobre el hallazgo.

—Aquí tengo el chivo, Genaro, juguémola...
—¡No me terqueye!
Juguémola. —No la juego, y ¿quiay? 

Luciano Garciya, en un momento de ceguera, se arrojó sobre el corvo, que había dejado clavado en la rama haciendo cruz. Genaro echó mano al cuchiyo que llevaba en el cinto, mas no tuvo tiempo de desnudarlo: el corvo del amigo le había cortado de un golpe la vida.
El matador estuvo allí, fijo, mientras duró la transición de la cólera al temor. Luego se echó sobre el cuerpo ensangrentado y, cogiendo el ambuleto, huyó entre los manglares.
En el tranquil de la mañana una garza pasó, empujando, ya sin juerzas, la inmensidá.

 CUENTOS DE BARRO  ---SALARRUÉ---

1 comentario:

  1. Hola, no hay un resumen un poco más entendible de este cuento o algo que lo resuma más o mejor

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