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viernes, 30 de noviembre de 2012

LA BRUSQUITA




El rancho de Polo quedaba allá donde empieza a trepar el volcán, al pie de unos caragos jloridos, al jaz de la vereda que lleva onde Meterio Ramos, cerca del cantón Guaruma. Entre pedrencos morados, hecho con paja de arroz y palma, el rancho miraba pa bajo, pa bajo, por encima de los grandes potreros del Derrumbadero, hasta el río Guachote quiba haciendo así, así, hasta perderse en la montaña. Encorralado en un requiebre, entre cocos y platanares, estaba el pueblo. Eran todas las casitas blancas y estaban echadas con los ojos abiertos. Como ganado arisco en desparpajo, iban allá los cerros atrompesándose unos con otros, o encaramándose al dir de brama.
La señá Manuela, la partera, dejó el guacal de café en la hornilla apagada, sobre el polvito azul de la ceniza, y con un palito encendido prendió la cabuya de su cigarro. Con un ojo apagado por el humo, le dijo a Polo para cerrar plática:

—Ve vos, yo sé lo que te digo: nuai más dolor quel de parir...

Polo asintió, con sencilla nobleza de irnorante. Se despidió la vieja y se fue; y el indio, que vivía solo allí, descolgó la guitarra, como quien apecha la tristeza sin temor; y liayudó al cielo a dir pariendo estrellas en la tarde.

                                                                      * * *
De allá de la carretera, de bien abajo, venía cargando con ella. La bían arronjado diun utomóvil. Él bíavisto el empujón y el barquinazo. Iban todos bolos y ella lloraba a gritos. Cayó en pinganiyas, y, dando una güeltereta, sembró la cara en el lodo y se quedó aletiando. Él la pepenó y, como no había dónde, se la llevó cargando al rancho; cuesta arriba, cuesta arriba, sudoso y enlodado. Ella sangriaba y sequejaba. Por dos veces la bía apiado para que arrojara. Arrojaba un piro espumoso y hediondo y diay sedesmayaba.
Entró con ella apenas; la puso en la cama y empezó a lavarle la cara con un trapo mojado. A la luz del candil vido, al ir borrando, que tenía la cara chula. El pelo lo andaba al jaz de la nuca; era blanca y suavecita, suavecita como algodón de ceiba. Cuando abrió los ojos vido que los tenía prietos y brillosos, como charcos diagua en noche de relámpagos.

                                                                      * * *
Se quedó allí mientras se curaba. Había pasado una goma feya, que le bajó con chaparro. Con la sobada que le dio en la pierna, bajó la hinchazón. Podía apenas dar pasitos, renqueando y quejándose. Pasaba todo el día tirada boca arriba en la cama, descalza su blancura y triste el negror de sus ojos que le sonreiban agradecidos. Se dormía, se dormía..., y él la veiya desde el taburete, medio envuelta en el perraje, con el pelo en la cara, acuchuyada toda ella, dándole el redondo de su cuerpo con un abandono que le hacía temblar y herver. Cuando estaba projunda, él se acercaba y se inclinaba. Guelía ansina como una jlor de no sé qué, con un perjume que mareya y que da jiebre. Pero Polo sabía, en su sencilla nobleza de irnorante, que nuay que conjundir la caridá...

                                                                       * * *
—Usté, ¿dióndés?
—¿Yo?..., de la capital... —¿Por qué la embolaron y larronjaron?...
—Por bandidos que son. Les pegué en la cara y les di de patadas y entonces me aventaron los malditos...


Polo quería decir algo, quería sacar ajuera el ñudo que se le bía hecho en la garganta; pero no salía: era como una espina de pescado y no salía más que por los ojos. Ella lo miraba sonriente. Para animarlo, le dijo:
—¿Qué no me mira que soy «brusca»?
Él no comprendió aquel término urbano. ¡Ah, si lo hubiera dicho con P, qué feliz habría sido!

—¡Qué brusca va ser usté!...

Ella respetó aquello que creyó ser una ilusión de pureza. Él sin duda la tomaba por niña.

                                                                            * * *
Se separaron en el crucero de los caminos. Allá en el plan. Se miraron fijo un rato, mientras cantaban los pijuyos. Ella le cogió las manos y se las besó, se le atrinquetió en el pecho, y ligerito, le dio un beso en la cara y se alejó renquiando. Él quedó como sembrado. Rígido como trotón de cerco, mirándoladirse, pelona y chula, chiquita y blanca. Cuando descruzó, lo voltio a mirar parándose un momento y le dijo adiós con los dedos. Él, sin juerzas casi, le meció la mano.

                                                                              * * *

Sentado en la piedra, frente al rancho, miraba baboso y juido del mundo, cómo venían, por los
potreros del Derrumbadero, los toros tardíos cabeceando y mugiendo, como si empujaran un trueno.
En la puerta del rancho la señá Manuela, la partera, cansada de hablar sola, se encumbró el último trago de café hundiendo la cara en el guacal y sentenció siempre al igual:

—Yo sé lo que te digo: nuay más dolor quel de parir...

Con sencilla amargura de irnorante, el indio dejó de hacer cruces en la arena, y de un golpe clavó con furia el corvo en el tronco del carago. Cayeron jlores.

 CUENTOS DE BARRO --SALARRUÉ--

sábado, 20 de octubre de 2012

LA BOTIJA


LA BOTIJA CUENTOS DE BARRO SALARRUE

José Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero; el cuero era un cuero tirado en un rancho; el rancho era un rancho tirado en una ladera.
Petrona Pulunto era la nana de aquella boca:
—¡Hijo: abrí los ojos; ya hasta la color de que los tenés se me olvidó!
José Pashaca pujaba, y a lo mucho encogía la pata.
—¿Qué quiere, mama?
¡Qués nicesario que tioficiés en algo, ya tas indio entero!
—¡Agüén!...
Algo se regeneró el holgazán: de dormir pasó a estar triste, bostezando.
Un día entró Ulogío Isho con un cuenterete. Era un como sapo de piedra, que se había hallado arando. Tenía el sapo un collar de pelotitas y tres hoyos: uno en la boca y dos en los ojos.
—¡Qué feyo este baboso! —llegó diciendo. Se carcajeaba—; ¡meramente el tuerto Cande!... Y lo dejó, para que jugaran los cipotes de la María Elena.
Pero a los dos días llegó el anciano Bashuto, y en viendo el sapo dijo:
—Estas cositas son obra denantes, de los agüelos de nosotros. En las aradas se incuentran catizumbadas. También se hallan botijas llenas dioro.
José Pashaca se dignó arrugar el pellejo que tenía entre los ojos, allí donde los demás llevan la frente.
—¿Cómo es eso, ño Bashuto?
Bashuto se desprendió del puro, y tiró por un lado una escupida grande como un caite, y así sonora.
—Cuestiones de la suerte, hombre. Vos vas arando y ¡plosh!, derrepente pegás en la huaca, y yastuvo; tihacés de plata.
—¡Achís!, ¿en veras, ño Bashuto?
—¡Comolóis!
Bashuto se prendió al puro con toda la fuerza de sus arrugas, y se fue en humo. Enseguiditas contó mil hallazgos de botijas, todos los cuales "él bía prisenciado con estos ojos". Cuando se fue, se fue sindarse cuenta de que, de lo dicho, dejaba las cáscaras.
Como en esos días se murió la Petrona Pulunto, José levantó la boca y la llevó caminando por la vecindad, sin resultados nutritivos. Comió majonchos robados, y se decidió a buscar botijas. Para ello, se puso a la cola de un arado y empujó. Tras la reja iban arando sus ojos. Y así fue como José Pashaca llegó a ser el indio más holgazán y a la vez el más laborioso de todos los del lugar. Trabajaba sin trabajar —por lo menos sin darse cuenta— y trabajaba tanto, que las horas coloradas le hallaban siempre sudoroso, con la mano en la mancera y los ojos en el surco. Piojo de las lomas, caspeaba ávido la tierra negra, siempre mirando al suelo con tanta atención, que parecía como si entre los borbollos de tierra hubiera ido dejando sembrada el alma. Pa que nacieran perezas; porque eso sí, Pashaca se sabía el indio más sin oficio del valle. Él no trabajaba. Él buscaba las botijas llenas de bambas doradas, que hacen "¡plocosh!" cuando la reja las topa, y vomitan plata y oro,  como el agua del charco cuando el sol comienza a ispiar detrás de lo del ductor Martínez, que son los llanos que topan al cielo.
Tan grande como él se hacía, así se hacía de grande su obsesión. La ambición más que el hambre, le había parado del cuero y lo había empujado a las laderas de los cerros; donde aró, aró, desde la gritería de los gallos que se tragan las estrellas, hasta la hora en que el güas ronco y lúgubre, parado en los ganchos de la ceiba, puya el silencio con sus gritos destemplados.
Pashaca se peleaba las lomas. El patrón, que se asombraba del milagro que hiciera de José el más laborioso colono, dábale con gusto y sin medida luengas tierras, que el indio soñador de tesoros rascaba con el ojo presto a dar aviso en el corazón, para que éste cayera sobre la botija como un trapo de amor y ocultamiento. Y Pashaca sembraba, por fuerza, porque el patrón exigía los censos. Por fuerza también tenía Pashaca que cosechar, y por fuerza que cobrar el grano abundante de su cosecha, cuyo producto iba guardando despreocupadamente en un hoyo del rancho, por siacaso.
Ninguno de los colonos se sentía con hígado suficiente para llevar a cabo una labor como la de José.
"Es el hombre de jierro", decían; "ende que le entró asaber qué, se propuso hacer pisto. Ya tendrá una buena huaca..."  Pero José Pashaca no se daba cuenta de que, en realidad, tenía huaca. Lo que él buscaba sin desmayo era una botija, y siendo como se decía que las enterraban en las aradas, allí por fuerza la incontraría tarde o temprano.
Se había hecho no sólo trabajador, al ver de los vecinos, sino hasta generoso. En cuanto tenía un día de no poder arar, por no tener tierra cedida, les ayudaba a los otros, les mandaba descansar y se quedaba arando por ellos. Y lo hacía bien: los surcos de su reja iban siempre pegaditos, chachados y projundos,que daban gusto.
—¡Onde te metés, babosada! —pensaba el indio sin darse por vencido—: Y tei de topar, aunque no querrás, así mihaya de tronchar en los surcos.
Y así fue; no lo del encuentro, sino lo de la tronchada.
Un día, a la hora en que se verdeya el cielo y en que los ríos se hacen rayas blancas en los llanos, José Pashaca se dio cuenta de que ya no había botijas. Se lo avisó un desmayo con calentura; se dobló en la mancera; los bueyes se fueron parando, como si la reja se hubiera enredado en el raizal de la sombra. Los hallaron negros, contra el cielo claro, "voltiando a ver al indio embruecado, y resollando el viento oscuro ".
José Pashaca se puso malo. No quiso que naide lo cuidara. "Dende que bía finado la Petrona, vivía ingrimo en su rancho ".
Una noche, haciendo fuerzas de tripas, salió sigiloso llevando, en un cántaro viejo, su huaca. Seagachaba detrás de los matochos cuando óiba ruidos, y así se estuvo haciendo un hoyo con la cuma. Se quejaba a ratos, rendido, pero luego seguía con brío su tarea. Metió en el hoyo el cántaro, lo tapó bien tapado, borró todo rastro de tierra removida; y alzando sus brazos de bejuco hacia las estrellas, dejó irliadas en un suspiro estas palabras:
—¡Vaya: pa que no se diga que ya nuai botijas en las aradas!...

CUENTOS DE BARRO --SALARRRUE--