Todos los días pasaba la ciudad cuatro veces, dos de ida, dos de vuelta. Paraba allí un momento, con su vocerío y su vender y comprar, con su cosa de clases y alcurnias y con sus lenguas exóticas. Cuando se alejaba la estación quedaba otra vez en el grato abandono del campo, solita a la sombra de la montaña, con sus plátanos de hojas dormilonas en la brisa, y sus madrecacaos vestidos de encaje. La paz contaba gotas en el vertidero cercano, entre quequeshques de grandes hojas, envidiadas por el elefante negro del tanque bebedero, que no tenía orejas para sacudirse los mosquitos. Cuando el tren se había perdido en el recodo; cuando sólo se oía ya el rodar sordo de torrentera y apenas, al cruzar un corte lejano, se miraba el bíceps apurado de la locomotora color de clarinero, que iba hundiéndose en el viento con su cola de rojo-quemado, la sombra enfrente de la estación se hacía más ancha y más fresca, volvían a oírse los gallos y el chiflido del viento en los alambres del teléfono. El volcán estaba enfrente, enmontañado y silencioso; las nubes inclinadas miraban indolentes, perezosas y adormiladas los cuadritos de los sembrados y aradas; y en la oquedad de la casita de madera y lámina se oía el aparatito del telégrafo, picando letras, como paloma mensajera de ávido buche.
Había detrás una hortaliza que el viejo Jefe de Estación, lampiño y célibe, regaba balanceando la regadera con la unción de quien fumiga un altar. Un mozo dormía despernancado en la banca de la plataforma; y allá, junto al cerco del potrero, que se perdía en lejanas hondonadas, un caballo blanco dormitaba de pie, esperando la caricia cuotidiana del viejo, quien al pasar con la regadera vacía, le palmeaba la tabla reluciente del cuello.
Había para el Jefe de Estación largas horas de recreo, como para los niños de escuela. Él jugaba entonces a regar; a sembrar nuevas eras; a llenar el filtro; a poner fruta en la jaula de las chiltotas; a cogerla toalla, el guacal de lata y el jabón diolor y meterse en la caseta de lámina sin techo, donde había un barril de hierro rebalsando de frescura; a sentarse en la perezosa de lona mugrienta, para leer con sus anteojos rajados el diario tardío; a contemplar, puesto en jarras y la cabeza echada a la espalda, como pasaban las manchas de pericos bulliciosos, o a dormir en la hamaquita, con sueño alígero de cumplidor de deberes. Era un buen hombre y un hombre feliz.
***
Un día, acababa de nacer la manada de pollos, cuando no había aún llegado el primer tren, mientras se sacaba de la planta del pie una espina de ishcanal que le había atravesado la suela, sonó el timbre del teléfono. Renqueando se acercó al aparato y dio varias vueltas a aquella manivela, que zumbaba siempre como abejorro de alarma que acongoja el corazón. Le hablaban de la estación terminal, y de orden del Gerente pasaría el lunes a otra estación.
Colgó el audífono con la lentitud y parsimonia de quien coloca una corona sobre una tumba. Todo aquel amor del paisaje y del hogar estaba destruido; destruido como por un huracán, como por un terremoto, como por un incendio, sin que pasara nada... Cuando el pito del tren sonó en la distancia, él lo confundió con un sollozo demasiado retenido, que se hace grito en las entrañas. Luego comprendió. Se enjugó los ojos con la manga negra; hizo, a su pesar, unos cuantos pucheros con su boca sin dientes, y se preparó a recibir el convoy, la ciudad errante de los que no comprenden ni aprecian la paz y la soledad.
CUENTOS DE BARRO --SALARRUÉ--