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lunes, 13 de febrero de 2012

EL MISTIRICUCO


EL MISTIRICUCU

El antiguo tronco de la ceiba madre de la hacienda, se hundía, como inmensa pata de gallina, en el estercolero del corral. Era verano. La ramazón escueta se abría en el azul del cielo, como una extraña flor de hierro. De las vainas reventadas, volaba el algodón: vellón de nube, gracia de la brisa costeña... Cada arruga del tronco era como un nervio de montaña. En los nudos hechos por los siglos, había cabezas de monstruos terroríficos: pensativas gárgolas, no extrañas en aquella catedral de pájaros, románica en el tronco y bizantina en la copa. En el ábside roñoso tenía una ventana oscura, ojival, a la cual ponía vitral de verdes y brillantes hojas, una parásita prendida guindo abajo.
Luciano Pereira quería trepar, a ver qué había allí dentro. Moncho, el corralero, con el balde a media leche y el rejo en el hombro, trataba de disuadirlo:

—Te va joder una culebra, gran baboso...

Luciano subía ya, por la doble cuerda de una persoga que había logrado trabar en un gancho.

—Ai state; no te vayás, O; guá encender un jójoro y te guá decir qué veyo.

Sin soltar el balde, entreabierta la boca y arrugada la frente por el claror del Amanecer, Moncho lo miraba trepar sin gran esfuerzo y sonreiba al carcular la travesura.
Llegó Luciano al juraco; en una mecida alcanzó el borde, donde agarró con su pie de barro valiente; y en un momento estaba acondicionado, ispiando pabajo, curioso y cabeceante como un oso colmenero.

—¿Qué mira, cheró?

Luciano se dignó sacar la cabeza y mirar al corral.

—No veyo tantito, hombre, por la escurana; pero se oye un cuchareyo como rascádue cusuco.
—Veya no lo joda una culebra, por baboso...
Luciano Pereira encendió un jójoro, y miró tieso. Luego que se hubo apagado la llama, se volvió hacia Moncho y le dijo, feliz:

—Es un mistiricuco.

Desapareció en la cueva; y a poco volvió a mostrarse, trayendo en la camisa un envoltorio misterioso. Se montó en la ojiva y, tirando de un extremo de la cuerda, ató el envoltorio y lo fue bajando con cautela. Moncho había soltado el balde a media leche y esperaba, con los brazos en alto.

—No lo dejés dir, baboso.
—No, O...

Desenvuelto con precaución, después de atada una pata, el mistiricuco quedó parado en una piedra del corral. No intentaba volarse, porque nada veían, en la lumbre del día, sus ojos de bamba piruja, abiertos y fijos como ojos de venado: désos que cayen del bejuco y se quedan mirando el cielo, desde el potrero, con un terror sin pispileyo. De vez en cuando un ligero tastaseyo le venía en los cachetes y hablaba palabras sin sonido, girando la cabeza sobre los hombros, como un títere de cordel.


—Pobrecito, oyó... Devolverlo al hoyo.
—Devolverlo vos, si tanta gana tenes; yo no me incaramo otra vuelta.
—¿Y qué vas hacer con él?...
—Ái que se quede.
—Trayen la suerte, hombre; llevátelo.
—Lo guá descabezar diún machetazo.

—No seya bárbaro, compañero; adémelo a mí...
—¿Qué vas hacer con él?...
—Eso es cosa miya: adéjemelo.

Cuando Luciano Pereira se hubo alejado, cantando, por el ixcanalar que da al río, Moncho se quedó mirando el mistiricuco, mientras se rascaba la crencha. Tomó una resolución. Tanteó una persoga al gancho, varias veces, hasta que logró trabarla; y después de envolver el ave agorera con su camisa, como había hecho el otro, empezó a subir, llevándola en los dientes.
Por fin pudo llegar al hoyo; desató el lío y dejó el pájaro en el fondo. Cuando iba a descender, oyó el graznido trágico del mistiricuco; y recordó al momento que "cuando el tecolote canta el indio muere".Empezó a bajar con miedo. Se dio cuenta de lo mal que había enganchado la persoga. Cerró los ojos. Cayó... Abrió, por última vez, los párpados mansos, y miró las caras inclinadas sobre él.


—Quedó paradito el pobrecito, en su nido... —dijo sonriendo, y cerró los ojos.
Entuavía alcanzó la voz de ño Macario, que decía:

—Traye la suerte y traye la muerte. Tal vez la suerte es una muerte; tal vez la muerte es una suerte.


CUENTOS DE BARRO --- SALARRUÉ---

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