La iglesia
del pueblo era pesada, musgosa y muda como una tumba. Detrás estaba el
convento, encerrado entre tapiales, con su gran arboleda sombría; con su
corredor de ladrillo colorado; de tejado bajero, sostenido por un pilar, otro
pilar, otro pilar...; pilares sin esquinas, embasados en piedra tallada y
pintados de un antiguo color.
El patio era de un barro blanco y barrido, propicio a las
hojas secas. Las sombras y las luces de las hojas ponían agüita en el suelo; en
aquel suelo pelón lleno de paz, por el cual pasaban, gritonas, las gallinas
guineas.
Largo era el corredor: la mesa, el kinké, una silla, un sofá, un
barril, una destiladera, un viejo camarín, unos postes durmiendo; otra silla,
la hamaca, el cuadro bíblico; un cajón; un burro con una montura; un freno
colgado de un clavo y al final, ya para salir a las gradas, unos manojos de
pasto verde, el picadero y la cutacha. Después empezaba la alfombra del sol
hasta la cocina; y allá, contra la tapia, como una casita de juguete, con
su chimenea de lata azul, el excusado.
El padre se paseaba en la tarde. Era la hora en que la paz
le traía el cielo; el cielo de agradables matices, que llegaba a sentarse en la
montaña lejana, pensativo como un hombre; pensativo hasta quedarse
dormido, soñando en las estrellas, cada vez más profundamente.
El sacristán tocaba el ángelus para que todo se callara. Y
todo se callaba.
La Coronada llegaba entonces penosamente, con su riuma y sus platos, a ponerle la
mesa. Se sentaba el padre, siempre mirando el cielo, con su cara igual de
triste. Con un pespuntar de máquina de coser, sus labios
hilvanaban una larga oración de gratitud. Humillaba los párpados y se
persignaba. Luego, cogía calmosamente la cuchara y empezaba a probar la sopa.
Estaba caliente. La Coro encendía el kinké. Las gallinas empezaban a volar
de rama en rama, con torpes aleteos. A lo lejos se oía pasar el tren por
el puente de hierro, como una amenaza de tormenta.
***
La Chana era una cipota chulísima.
Había crecido de diadentro,
al servicio del cura. Hacía mandados, lavaba los trastos, les daba de comer a
las gallinas y se comía lazúcar.
Cuando el padre estaba bravo, como no tenía en quien descargar, regañaba a
la Chana. La Chana
no se quedaba chiquita y le contestaba cuatro carambadas.
—¡Agüén, usté! ¡Asaber qué lián confesado las biatas y
descarga en yo!...
El padre, en vez de enojarse, la estrechaba contra su pecho
y le daba un beso en la frente. Se estaba viendo en ella, como decía la Coro. En un dos por
tres se había hecho mujer. De la mañana a la tarde echó rollo, se cantonió y le brillaron los ojos. Ya se
trababa una flor en el delantal, con un gancho, muy alto, muy alto, para
podérsela oler poniendo cara interesante. Seguido se cachaba logas; por el tacón
muy encumbrado, por unos papeles colorados para untarse los labios, por andar
suspirando muy duro. El cura la miraba de lejos. La miraba pasar,
disimuladamente, y alejarse. Se cogía el mentón azul y su cara de cuarentero se
ponía grave. Temblaba por ella. Hubiera querido podarla un poco. Se paseaba, se
paseaba por el largo corredor, campaneando la lustrosa sotana vieja,
como si en ella se hamaqueara su inquietud. Apretaba, sin querer, el
crucifijo de plata que llevaba siempre colgado del cuello. Si hubiera sido de
cera, lo habría convertido pronto en una hostia. Allá a lo lejos, la risa de la Chana sonaba como una
campanilla mundana. Cuando pasaba a su lado, apagaba los olores del incienso
con un fuerte aroma de jabón diolor. Por
el corredor silencioso, sus tacones pasaban, clavando la tranquilidad.
***
La niña Queta y la niña Menches, la una fea de tan vieja, y
la otra vieja de tan fea, entraron apuradas en busca del padre para un asunto
urgente. La puerta estaba entreabierta y empujaron. Y fue como si
hubieran empujado su alma en un abismo. El padre estaba todo él
sentado en un sillón y la Chana
estaba toda ella sentada en el padre. Su cachete rosado se posaba dulcemente en
el cachete azul del cura, como una madrugada sutil se posa sobre áspera
montaña.
—¡Virgen pura!...
El obispo, de pie ante él, se enjabonaba las manos en su
duda y en su rango. Pujó.
Dos lágrimas corrían por las mejillas marchitas del padre. Repitió
su excusa:
—Un afán, un vago deseo de ser padre.
Es como mi hija.
Su voz era oscura.
—Los niños despertaron siempre en mi alma una
dulce inquietud...
—¡Hmmmm!...
Apretó el obispo sus labios temibles y lanzó al cura su más
irónica mirada. Pero ante él se irguió austero, nobilísimo y puro, el
rostro del acusado, encendido en radiante sinceridad; irresistible en su
sencillez: tal si el mismo Dios mirara por sus ojos húmedos, abatiendo al
instante la austeridad, la insolencia y el rango.
CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ---
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