El negro Nayo había llegado a la costa dende lejos. Sus veinte años,
morados y murushos, reiban siempre con jacha fresca de jícama pelada. Tenía un no sé qué que
agradaba, un don de dar lástima; sesentía uno como dueño de él. A ratos su piel tenía
tornasombras azules, de un azulón empavonado de revólver. Blanco y sorprendido
el ojo; desteñidas las palmas de las manos, como en los monos; gachero el hombro izquierdo, en gesto bonachón. El sombrero de palma dorada le servía para humillarse en
saludos, más que para el sol, que no le jincaba
el diente. Se reiba cascabelero,
echándose la cabeza a la espalda, como alforja de regocijo, descupiéndose toduel y con gárgaras de oes enjotadas.
El negro Nayo era de porái...:
de un porái dudoso, mezcla de Honduras
y Belice, Chiquimula y Blufiles de la Costelnorte. De indio tenía el pie achatado, caitudo,
raizoso y sin uñas —pie de jengibre—;y un poco la color bronceada de la piel,
que no alcanzaba a velar su estructura grosera, amasada con brea y no con
barro.
Le habían tomado en la hacienda como tercer corralero. No podía negársele trabajo a este muchacho,
de voz enternecida por su propio destino. Nada podía negársele al negro Nayo:
así pidiera un tuco e dulce, como un puro o un guacal de chicha. Pero, al
mismo tiempo,
era —pese a su negrura—blanco de todas las burlas y jugarretas del blanquío; y más de alguna vez lo dejaron
sollozante sobre las mangas, curtidas con el barro del cántaro y la grasa de
los baldes. Su resentimiento era pasajero, porque la bondad le chorreaba del
corazón, como el suero que escurre la bolsa de la mantequilla. Se enojaba con un
"no miablés"... y terminaba
al día siguiente el enojo, con una palmada en la paletiya y su consiguiente:"¡veyan qué chero, éste!"... y la tajada de sonrisa, blanca y
temblona como la cuajada.
Chabelo "boteya", el primer corralero, era muy hábil.
Tenía partido entre las cipotas del caserío, por arriscado y finito de cara;
por miguelero y regalón; pero, sobre
todo, porque acompañaba las guitarras con una su flauta de bambú que se había
hecho, y que sonaba dulce y tristosa, al gusto del sentir campesino. Nadie
sabía cuál era el secreto de aquel carrizo llorón. Bía de tener una telita de araña por dentro, o una rendija falsa, o
un chaflán carculado... La fama del pitero Chabelo, se había cundido de
jlores como un campaniyal.
Lo llamaban los domingos y ya cobraba la vesita, juera de juerga o de velorio, de
bautizo o de simple pasar.
Un día el negro Nayo se arrimó tontito a Chabelo «boteya», cuando
éste ensayaba su flauta, sentado en el cerco de piedras del corral. Le sonrió amoroso y
le estuvo escuchando, como perro que mueve el rabo.
—¿Oyí,
negro, querés que tenseñe a tocar?...
Por la cara pelotera del negrito, pasó un
relámpago de felicidad.
—Mire,
chero, y yo le vuá pagar el sábado, pero no me vaya a tirar...
***
Después de las primeras lecciones, Chabelo el pitero le arquiló la flauta al negro para unos
días. El negro se desvelaba domando el carrizo; y lo domó a tal punto, que los vecinos más
vecinos, que estaban alas tres cuadras, paraban la oreja y decían:
—¡Oiga, pitero ese Chabelo! Es meramente un zinzonte el infeliz...
—Mesmamente: diayer paroy, le arranca
el alma al cristiano como nunca.
Callaban...
y embarcaban su silencio en el cayuco bogante de aquella flauta apasionada, que
los hundía en la dulzura de un recordar sin recuerdos, de un retornar sin
retorno.
***
En poco tiempo, el negro Nayo sobrepasó la fama de Chabelo. Llegaban gentes de lejos
para oírlo; y su sencillez y humildad de siempre se coloreaban de austeridad y
poderío, mientras su labio cárdeno soplaba el agujero milagroso.
El propio Chabelo, que creyó conocer todos los secretos del carrizo,
se quedaba pasmado, escuchando —con un sí es, no es, de despecho—, el fluir
maravilloso de un sentimiento espeso que se cogía con las manos.
***
Una
tarde dioro en que el negro estaba
curando una ternera trincada, con una pluma de
pollo untada de creolina, Chabelo se decidió por fin; y, un tanto encogido, se
acercó y le dijo:
—Mirá, negro, te pago dos bambas si me decís el secreto de la flauta. Vos le
bis hallado algo que le pone esa malicia... Seya chero y me lo dice...
El negro se enderezó, desgreñado, blanca
la boca de dientes amigos y franca la mirada de niño.
Tenía
abiertos los brazos como alas
rotas, sosteniendo en una mano la pluma y
en la otra el bote.
Miró
luego al suelo empedrado y meditó muy duro. Luego, como satisfecho de su pensada dijo
alpitero:
—No me creya egóishto, compañero, la flauta
no tiene nada: soy yo mesmo, mi tristura...,
la color.
CUENTOS
DE BARRO ---SALARRUÉ---
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