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martes, 21 de febrero de 2012

EL VIENTO




La palazón se bañaba, alegre y desnuda, en el viento. El sol era moreno, en la mañana azul. La basura iba y venía, arrastrada por la mecida del aire. Hojas que rodaban como caracoles, polvo como espuma sucia en aquella marea.
Los charcos, en medio del camino barrioso y barrido, se secaban dejando prieta la tierra, y blandita como para meter el pie. Un ruidal de ramadas llenaba la costa entera, dende aquí quera verdeante hasta allá lejos lejos quera azul.
También las yeguas sintieron dentrar el viento en su alegrón y se echaron a correr por el llano. A la par de las yeguas de viento, iban las yeguas de sangre, atropellándose unas con otras, soplando las narices valientes, la crin al cielo y el casco al suelo: ¡patacán, patacán, patacán! Dejaban jumazón en la fueya, como si quemaran su libertá. Paraban su desboco, cuando ya no sentían el suelo, por miedo al vuelo desconocido. El heroísmo es un exceso de vida que puede a veces producir la muerte.

A ratos, el norte ponía mujeres de polvo, bailando vertiginosas por las veredas; bailando en puntas y cogiendo al paso mantos de nube, para enrollarse girámdulas.
Venía el chuchito perdido, arrastrando una larga pita por el camino. Era negro, lagartijo, encogido y despavorido. Echaba las orejas hacia atrás, la cola entre las patas; un vivo amarillo de espanto le rodeaba los ojos polvosos. En aquella anchísima soledad, ensordecida por el viento, era como un dolor extraviado. La fuerza del oleaje le hacía tambalearse. Se paraba y ponía vanos empeños por amarrar el cabo del olfato. Volvía tímido la cabeza, para mirar cuán solo estaba. Entonces su grito lastimero hacía un rasguño en el viento. Volvía atrás con igual premura, mirando al andar hacia el cielo, como si nadara. La pita suelta lo seguía dócil, marcando un surco en el polvo por un instante. Era como un amor náufrago. Buscaba al amo, perdido en el ventarrón. A lo lejos, como un punto negro en la explanada, iba nadando hacia lo incierto. Aquella cosa tan mísera, bajo el furor del cielo, era un dolor grandioso.

                                             ***

Entre madejas de polvo y cáscaras doradas, apoyado al tanteyo en el palo y al tanteyo la mano en el cielo, el viejo ciego topó a una alambrada y llamó ya sin esperanza:

—¡Mirto, Mirto!..

CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ--

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