La palazón
se bañaba, alegre y desnuda, en el viento. El sol era moreno, en la mañana
azul. La basura iba y venía, arrastrada por la mecida del aire. Hojas que
rodaban como caracoles, polvo como espuma sucia en aquella marea.
Los
charcos, en medio del camino barrioso y barrido, se secaban dejando
prieta la tierra, y blandita como para meter el pie. Un ruidal de
ramadas llenaba la costa entera, dende aquí quera verdeante hasta allá lejos lejos quera azul.
También
las yeguas sintieron dentrar el viento en su alegrón y se
echaron a correr por el llano. A la par de las yeguas de viento, iban las
yeguas de sangre, atropellándose unas con otras, soplando las narices
valientes, la crin al cielo y el casco al suelo: ¡patacán, patacán, patacán!
Dejaban jumazón en la fueya, como si quemaran su libertá. Paraban su desboco, cuando ya
no sentían el suelo, por miedo al vuelo desconocido. El heroísmo es
un exceso de vida que puede a veces producir la muerte.
A ratos,
el norte ponía mujeres de polvo, bailando vertiginosas por las veredas;
bailando en puntas y cogiendo al paso mantos de nube, para enrollarse girámdulas.
Venía el
chuchito perdido, arrastrando una larga pita por el camino. Era negro,
lagartijo, encogido y despavorido. Echaba las orejas hacia atrás, la cola entre
las patas; un vivo amarillo de espanto le rodeaba los ojos polvosos.
En aquella anchísima soledad, ensordecida por el viento, era
como un dolor extraviado. La fuerza del oleaje le hacía tambalearse.
Se paraba y ponía vanos empeños por amarrar el cabo del olfato. Volvía tímido
la cabeza, para mirar cuán solo estaba. Entonces su grito lastimero hacía un
rasguño en el viento. Volvía atrás con igual premura, mirando al andar hacia el
cielo, como si nadara. La pita suelta lo seguía dócil, marcando un
surco en el polvo por un instante. Era como un amor náufrago. Buscaba al
amo, perdido en el ventarrón. A lo lejos, como un punto negro en la
explanada, iba nadando hacia lo incierto. Aquella cosa tan mísera, bajo el
furor del cielo, era un dolor grandioso.
***
Entre
madejas de polvo y cáscaras doradas, apoyado al tanteyo en el palo y al tanteyo la mano en el cielo, el viejo ciego
topó a una alambrada y llamó ya sin esperanza:
—¡Mirto,
Mirto!..
CUENTOS
DE BARRO ---SALARRUÉ--
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