El cayuco se desprendió de la palizada con pechazos suaves
de pescado colasero.
Como el alma diunpalo
viejo que se desprende del mundo, así el cayuco se fue alejando, volátil, en
aquel cielo de neblina. Hundía y alzaba el ala delgadita de la pértiga, coliando timonero con la pluma del remo.
Un pescador cantaba. Su voz volaba entre la ñebla dorisca, como un murciégalo
atontado salido diunoscuro
querer. Murientes ecos sobreaguaban en la distancia.
En aquella luz que se disolvía en la bruma, extrañas formas parecían
despertar al conjuro del canto. Caderas de plata venían danzando sobre el agua
muda; azules cabelleras flotaban en la brisa y había allí, en la margen, vagos
ruidos de bocas que se abren a flor de agua, de suspiros, de besos, de
gárgaras, como si todas estas brujerías se hubieran despertado para
embriagarse en la mañana sutil.
Dejando suelta al dulce ondeyo del remolque la trenza de su canto, el
negro Calistro calló chachando su mutismo al de su chero, como pa hacer un tecomate de tristura. Iban
ligeros; más que sobre el cayuco, parecían bogar sobre el silencio. Una quiotra espumita iba reventona y efervescente en la punta del remo,
dejando oír su leve gorgorito.
Seguía pringando cernido. Jueron dejando de remar, dejando, dejando,
hasta que se quedaron casi quietos sobre el respiro del agua dormida.
El sol, en medio de la ñebla, era
como el corazón amariyo de una jlor algodonosa. Echaron los anzuelos.
En aquella vagancia de las cosas no se sabía si picaría un pez o si
picaría un pájaro.
***
Al mediodía se puso más tupido y más jrío. Llevaban tres horas pescando y
no habían ajustado el tanto de rigor. Oyeron un cantar bajito, allí cerquita, y
pensaron afligidos en el Duende. De pronto, una sombra vaga surgió del
fondo de aquella claridad golpiada y se precipitó violenta sobre el
cayuco. El golpe se oyó sordo como mazazo en piladera, y tras el golpe el
chukuz, chukuz, chukuz de tres cuerpos al caer al agua. Manoteyos, voces y maldiciones, en
trágico remolino, rondaron las cáscaras de los cayucos embruecados.
—¡Nade juerte, chero, hay que salir!...
—Voy nadando, oyó. ¿Quién babosos será ése que vino a
jodernos?
Una voz cercana se dejó oír tranquila y orientera:
—Van nadando al contra, hijos. Laguna adentro siogan;
síganme a yo.
Aquella segunda les dio confianza; y a nado e chucho buscaron el braciado del desconocido, que los guió, los
guió, los guió hasta que asentaron jadeantes en el lodito mechudo de la orilla.
Al tanteyobuscaron
el monte y se tendieron a descansar. El negro Calistro estaba casi
acalambrado por el yelodel
agua. Quería preguntar al desconocido quién era, y darle las gracias; pero el juelgo se leatorzonaba en la garganta como un tapón y no
podía hablar.
Dejó al fin de pringar. Un vientecito brincador empezó a
barrer el cielo. El sol logró meter un rayo dioroen la laguna, como carrizo
en jícara, y empezó a beberse la cebada espumosa de aquella neblina. Alas tres
se vido clarito las dos rodillas prietas del
volcán acurrucado allá en Oriente. Como enormes esponjas oscuras, fueron
apareciendo las ramazones de los palos asomados a la playa. En el patio
del rancho cercano, la tarraya colgada de una pértiga parecía la telaraña del
callar, para coger moscas de ruido.
El negro Calistro y su compañero miraron curiosos al endeviduo neshnito, que no lejos de
ellos mostraba su espalda negra y angulosa de taburete viejo. Les bía sacado
seguros, reuto y al mero punto de su propio rancho.
Cuando el indio volvió su cara barboncita, cholea y sonriente, una exclamación
de asombro brotó al unísono de sus labios:
—¡Ño Vicente, el ciego!...
—El mesmo, hijos. A nosotros los chocos nos encamina
el estinto, un estinto más seguro que la bruja de los ductores, quiapunta
siempre al Norte, según el decir...
CUENTOS DE BARRO ---SALARRUÉ---
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